La inutilidad de los libros
Me escribe un lector: "Me interesaría muchísimo que Vd. escribiera algunas notas sobre los libros que deberían leer los jóvenes, para que aprendan y se formen un concepto claro, amplio, de la existencia (no exceptuando, claro está, la experiencia propia de la vida)".
No le pide nada al cuerpo...
No le pide nada a usted el cuerpo, querido lector. Pero, ¿en dónde vive? ¿Cree usted acaso, por un minuto, que los libros le enseñarán a formarse "un concepto claro y amplio de la existencia"? Está equivocado, amigo; equivocado hasta decir basta. Lo que hacen los libros es desgraciarlo al hombre, créalo. No conozco un solo hombre feliz que lea. Y tengo amigos de todas las edades. Todos los individuos de existencia más o menos complicada que he conocido habían leído. Leído, desgraciadamente, mucho.
Si hubiera un libro que enseñara, fíjese bien, si hubiera un libro que enseñara a formarse un concepto claro y amplio de la existencia, ese libro estaría en todas las manos, en todas las escuelas, en todas las universidades; no habría hogar que, en estante de honor, no tuviera ese libro que usted pide. ¿Se da cuenta?
No se ha dado usted cuenta todavía de que si la gente lee, es porque espera encontrar la verdad en los libros. Y lo más que puede encontrarse en un libro es la verdad del autor, no la verdad de todos los hombres. Y esa verdad es relativa... esa verdad es tan chiquita... que es necesario leer muchos libros para aprender a despreciarlos.
Los libros y la verdad
Calcule usted que en Alemania se publican anualmente más o menos 10.000 libros, que abarcan todos los géneros de la especulación literaria; en París ocurre lo mismo; en Londres, ídem; en Nueva York, igual.
Piense esto:
Si cada libro contuviera una verdad, una sola verdad nueva en la superficie de la tierra, el grado de civilización moral que habrían alcanzado los hombres sería incalculable. ¿No es así? Ahora bien, piense usted que los hombres de esas naciones cultas, Alemania, Inglaterra, Francia, están actualmente discutiendo la reducción de armamentos (no confundir con supresión). Ahora bien, sea un momento sensato usted. ¿Para qué sirve esa cultura de diez mil libros por nación, volcada anualmente sobre la cabeza de los habitantes de esas tierras? ¿Para qué sirve esa cultura, si en el año 1930, después de una guerra catastrófica como la de 1914, se discute un problema que debía causar espanto?
¿Para qué han servido los libros, puede decirme usted? Yo, con toda sinceridad, le declaro que ignoro para qué sirven los libros. Que ignoro para qué sirve la obra de un señor Ricardo Rojas, de un señor Leopoldo Lugones, de un señor Capdevilla, para circunscribirme a este país.
El escritor como operario
Si usted conociera los entretelones de la literatura, se daría cuenta de que el escritor es un señor que tiene el oficio de escribir, como otro de fabricar casas. Nada más. Lo que lo diferencia del fabricante de casas, es que los libros no son tan útiles como las casas, y después... después que el fabricante de casas no es tan vanidoso como el escritor.
En nuestros tiempos, el escritor se cree el centro del mundo. Macanea a gusto. Engaña a la opinión pública, consciente o inconscientemente. No revisa sus opiniones. Cree que lo que escribió es verdad por el hecho de haberlo escrito él. El es el centro del mundo. La gente que hasta experimenta dificultades para escribirle a la familia, cree que la mentalidad del escritor es superior a la de sus semejantes y está equivocada respecto a los libros y respecto a los autores. Todos nosotros, los que escribimos y firmamos, lo hacemos para ganarnos el puchero. Nada más. Y para ganarnos el puchero no vacilamos a veces en afirmar que lo blanco es negro y viceversa. Y, además, hasta a veces nos permitimos el cinismo de reírnos y de creernos genios...
Desorientadores
La mayoría de los que escribimos, lo que hacemos es desorientar a la opinión pública. La gente busca la verdad y nosotros les damos verdades equivocadas. Lo blanco por lo negro. Es doloroso confesarlo, pero es así. Hay que escribir. En Europa los autores tienen su público; a ese público le dan un libro por un año. ¿Usted puede creer, de buena fe, que en un año se escribe un libro que contenga verdades? No, señor. No es posible. Para escribir un libro por año hay que macanear. Dorar la píldora. Llenar páginas de frases.
Es el oficio, "el métier". La gente recibe la mercadería y cree que es materia prima, cuando apenas se trata de una falsificación burda de otras falsificaciones, que también se inspiraron en falsificaciones.
Concepto claro
Si usted quiere formarse "un concepto claro" de la existencia, viva. Piense. Obre. Sea sincero. No se engañe a sí mismo. Analice. Estúdiese. El día que se conozca a usted mismo perfectamente, acuérdese de lo que le digo: en ningún libro va a encontrar nada que lo sorprenda. Todo será viejo para usted. Usted leerá por curiosidad libros y libros y siempre llegará a esa fatal palabra terminal: "Pero sí esto lo había pensado yo, ya". Y ningún libro podrá enseñarle nada.
Salvo los que se han escrito sobre esta última guerra. Esos documentos trágicos vale la pena conocerlos. El resto es papel..
El idioma de los argentinos
El señor Monner Sans, en una entrevista concedida a un repórter de El Mercurio, de Chile, nos alacranea de la siguiente forma:
"En mi patria se nota una curiosa evolución. Allí, hoy nadie defiende a la Academia ni a su gramática. El idioma, en la Argentina, atraviesa por momentos críticos... La moda del `gauchesco' pasó; pero ahora se cierne otra amenaza, está en formación el `lunfardo', léxico de origen espurio, que se ha introducido en muchas capas sociales pero que sólo ha encontrado cultivadores en los barrios excéntricos de la capital argentina. Felizmente, se realiza una eficaz obra depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos".
¿Quiere usted dejarse de macanear? ¡Cómo son ustedes los gramáticos! Cuando yo he llegado al final de su reportaje, es decir, a esa frasecita: "Felizmente se realiza una obra depuradora en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos", me he echado a reír de buenísima gana, porque me acordé que a esos "valores" ni la familia los lee, tan aburridores son.
¿Quiere que le diga otra cosa? Tenemos un escritor aquí -no recuerdo el nombre- que escribe en purísimo castellano y para decir que un señor se comió un sandwich, operación sencilla, agradable y nutritiva, tuvo que emplear todas estas palabras: "y llevó a su boca un emparedado de jamón". No me haga reír, ¿quiere? Esos valores, a los que usted se refiere, .; insisto: no los lee ni la familia. Son señores de cuello palomita, voz gruesa, que esgrimen la gramática como un bastón, y su erudición como un escudo contra las bellezas que adornan la tierra. Señores que escriben libros de texto, que los alumnos se apresuran a olvidar en cuanto dejaron las aulas, en las que se les obliga a exprimirse los sesos estudiando la diferencia que hay entre un tiempo perfecto y otro pluscuamperfecto. Estos caballeros forman una colección pavorosa de "engrupidos" -¿me permite la palabreja?- que cuando se dejan retratar, para aparecer en un diario, tienen el buen cuidado de colocarse al lado de una pila de libros, para que se compruebe de visu que los libros que escribieron suman una altura mayor de la que miden sus cuerpos.
Querido señor Monner Sans: La gramática se parece mucho al boxeo. Yo se lo explicaré:
Cuando un señor sin condiciones estudia boxeo, lo único que hace es repetir los golpes que le enseña el profesor. Cuando otro señor estudia boxeo, y tiene condiciones y hace una pelea magnífica, los críticos del pugilismo exclaman: "¡Este hombre saca golpes de `todos los ángulos'!" Es decir, que, como es inteligente, se le escapa por una tangente a la escolástica gramatical del boxeo. De más está decir que éste que se escapa de la gramática del boxeo, con sus golpes de "todos los ángulos", le rompe el alma al otro, y de allí que ya haga camino esa frase nuestra de "boxeo europeo o de salón", es decir, un boxeo que sirve perfectamente para exhibiciones, pero para pelear no sirve absolutamente nada, al menos frente a nuestros muchachos antigramaticalmente boxeadores.
Con los pueblos y el idioma, señor Monner Sans, ocurre lo mismo. Los pueblos bestias se perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras nuevas o giros extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el nuestro, están en una continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los profesores, como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho inconcebible de que un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo que, técnicamente, es un perfecto pugilista. Eso sí; a mí me parece lógico que ustedes protesten. Tienen derecho a ello, ya que nadie les lleva el apunte, ya que ustedes tienen el tan poco discernimiento pedagógico de no darse cuenta de que, en el país donde viven, no pueden obligarnos a decir o escribir: "llevó a su boca un emparedado de jamón", en vez de decir: "se comió un sandwich". Yo me jugaría la cabeza que usted, en su vida cotidiana, no dice: "llevó a su boca un emparedado de jamón", sino que, como todos diría: "se comió un sandwich". De más está decir que todos sabemos que un sandwich se come con la boca, a menos que el autor de la frase haya descubierto que también se come con las orejas.
Un pueblo impone su arte, su industria, su comercio y su idioma por prepotencia. Nada más. Usted ve lo que pasa con Estados Unidos. Nos mandan sus artículos con leyendas en inglés, y muchos términos ingleses nos son familiares. En el Brasil, muchos términos argentinos (lunfardos) son populares. ¿Por qué? Por prepotencia. Por superioridad.
Last Reason, Félix Lima, Fray Mocho y otros, han influido mucho más sobre nuestro idioma, que todos los macaneos filológicos y gramaticales de un señor Cejador y Frauca, Benot y toda la pandilla polvorienta y malhumorada de ratones de biblioteca, que lo único que hacen es revolver archivos y escribir memorias, que ni ustedes mismos, gramáticos insignes, se molestan en leer, porque tan aburridas son.
Este fenómeno nos demuestra hasta la saciedad lo absurdo que es pretender enchalecar en una gramática canónica, las ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos. Cuando un malandrín que le va a dar una puñalada en el pecho a un consocio, le dice: "te voy a dar un puntazo en la persiana", es mucho más elocuente que si dijera: "voy a ubicar mi daga en su esternón". Cuando un maleante exclama, al ver entrar a una pandilla de pesquisas: "¡los relojié de abanico!", es mucho más gráfico que si dijera: "al socaire examiné a los corchetes".
Señor Monner Sans: Si le hiciéramos caso a la gramática, tendrían que haberla respetado nuestros tatarabuelos, y en progresión retrogresiva, llegaríamos a la conclusión que, de haber respetado al idioma aquellos antepasados, nosotros, hombres de la radio y la ametralladora, hablaríamos todavía el idioma de las cavernas. Su modesto servidor.
Son muy buenas las aguafuertes de Arlt. Recuerdo una que habla sobre un tipo que quiere ser senador, muy buena, jajaja!!!!!
ResponderEliminarArlt es extraordinario. Su habilidad para llenar caras de momia con golpes varios es asombrosa. Es tan difícil mantener despierta a la conciencia para no reverenciar las telarañas de lo establecido, que al leer obras arltianas me regocijo enormemente y no dejo de admirar esos relámpagos de sinceridad en sus letras.
ResponderEliminarUn genio.
Q.: Relámpagos o cachetadas que parecen decir: "La literatura es otra cosa", ¿no? Y siempre es bueno despabilarnos un poco.
ResponderEliminarH.: Esa que decís está buenísima, Hernán. Te diría que crea el estado de ánimo apropiado para asumir un nuevo año electoral.
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