lunes, 31 de enero de 2011

Conmoción sensorial de un mundo musical

Manos que conquistan los sentidos

Por Isabella Azul



“Cuando el mundo está en paz, cuando todas las cosas están en calma, cuando todas sus mutaciones siguen a las que son superiores, la música se completa, se verifica.

Cuando los deseos y las pasiones marchan por la ruta correcta, la música se perfecciona. La música perfecta tiene su causa, nace del equilibrio, el equilibrio emana del derecho, el derecho surge del sentido del mundo. Por eso sólo se puede hablar de música con un hombre que ha conocido el sentido del mundo”. Hermann Hesse, Introducción del Juego de abalorios.


Me referiré a la calidad artística de un músico, de un compositor de extraordinario virtuosismo y elegancia musical. Se trata de Hernán Diéguez: Guitarrista argentino, autodidacta, creador de su propia ejecución. Actualmente en escena con la obra conocida como “Gira flamenca, lo mejor de Japón 2009/2010”. En la obra participan los siguientes artistas: Alicia Fiuri y Néstor Spada en coreografía, Claudia Montoya en canto, Fernanda De Córdoba en guitarra y, desde ya, Hernán Diéguez en guitarra.
  
El pasado 23 de enero visité la sala del Centro Cultural Borges con la sola pretensión de ver un espectáculo. Curiosamente, me encontré con una exquisita representación musical que resulta un maravilloso marco para el desarrollo, también importante, de los cuadros coreográficos. La guitarra y su reino sensorial: una suerte de rapsodia musical que abraza una inmensidad de emociones en su estado puro. Como aterciopeladas melodías que tejen una constelación de suspiros. Esto es, una guitarra y su mano capaz de hacer llorar a los sueños.

El arte de Diéguez está más acá y más allá del lenguaje. Entonces, ¿es posible describir su música casi perfecta del sentido del mundo? Pues diré que mi impresión de su belleza estima cierta emoción perturbadora, misteriosa. Un sonido poderoso, cargado de sensaciones hondas. Destacaré un solo de guitarra ejecutado por el mismísimo Diéguez, quien junto a su compañera (Fernanda De Córdoba), parece expresar su arte dionisíaco.

El músico asume como fuente de inspiración diversos estilos que logra resolver en una identidad propia. Pero, ¿cómo poner en palabras lo que este artista es capaz de provocar? Desde la profundidad de la empírea, el espectador es arrastrado por la prisa musical, a veces vertiginosa, de su cadencia increíble. Entre el tiempo de un movimiento y el otro se sucede una serie de armoniosas combinaciones que cautivan el ánimo de quien lo oye. Y éste, lejos de significar un simple espectador resulta, pues, envuelto en aquel mundo sonoro. Revelaré que, como hecho destacable, Paco de Lucía ha sido uno de sus espectadores. Pueden ustedes imaginar la predecible calidad artística.

Diéguez es un creador que tiene un máximo dominio de la técnica de su instrumento. Su guitarra perfecciona la dulzura de sus esquíesenos* y expresa su pujante naturaleza artística. Siempre en el límite de dar, sus manos parecen hilos que mueven el telar de lo vivo.

¿Qué nos depara el destino de su sonido? Su ritmo vibrante expresa cierta excitación convulsiva y sus melodías, jamás presupuestas, simulan giros locos. Así su mano sostiene armonías crueles que deja caer, para luego retornar con más fuerza aún.

En caída libre, entre el cielo y la tierra, entre la luz y las tinieblas, Hernán Diéguez domina la técnica de su arte y pulso de las pasiones. Un artista digno de su ser.
  
   
* Los esquíesenos son una “sección” de las cuerdas de la guitarra.

 

domingo, 23 de enero de 2011

Julio Cortázar

Cortázar. Julio, Rayuela (1963), Alfa, Cali (?), 2008.

Fragmento del Capítulo 48:

Al lado del Cerro —aunque ese Cerro no tenía lado, se llegaba de golpe y nunca se sabía bien si ya se estaba o no, entonces más bien cerca del Cerro—, en un barrio de casas bajas y chicos discutidores, las preguntas no habían servido de nada, todo se iba estrellando en sonrisas amables, en mujeres que hubieran querido ayudar pero no estaban al tanto, la gente se muda, señor, aquí todo ha cambiando mucho, a lo mejor si va a la policía quién le dice. Y no podía quedarse demasiado porque el barco salía al rato nomás, y aunque no hubiera salido en el fondo todo estaba perdido de antemano, las averiguaciones las hacía por las dudas, como una jugada de quiniela o una obediencia astrológica. Otro bondi de vuelta al puerto, y a tirarse en la cucheta hasta la hora de comer.

Esa misma noche, a eso de las dos de la mañana, volvió a verla por primera vez. Hacía calor y en el «camerone» donde ciento y pico de inmigrantes roncaban y sudaban, se estaba peor que entre los rollos de soga bajo el cielo aplastado del río, con toda la humedad de la rada pegándose a la piel. Oliveira se puso a fumar sentado contra un mamparo, estudiando las pocas estrellas rasposas que se colaban entre las nubes. La Maga salió de detrás de un ventilador, llevando en una mano algo que arrastraba por el suelo, y casi en seguida le dio la espalda y caminó hacia una de las escotillas. Oliveira no hizo nada por seguirla, sabía de sobra que estaba viendo algo que no se dejaría seguir. Pensó que sería alguna de las pitucas de primera clase que bajaban hasta la mugre de la proa, ávidas de eso que llamaban experiencia o vida, cosas así. Se parecía mucho a la Maga, era evidente, pero lo más del parecido lo había puesto él, de modo que una vez que el corazón dejó de latirle como un perro rabioso encendió otro cigarrillo y se trató a sí mismo de cretino incurable.

Haber creído ver a la Maga era menos amargo que la certidumbre de que un deseo incontrolable la había arrancado del fondo de eso que definían como subconciencia y proyectado contra la silueta de cualquiera de las mujeres de a bordo. Hasta ese momento había creído que podía permitirse el lujo de recordar melancólicamente ciertas cosas, evocar a su hora y en la atmósfera adecuada determinadas historias, poniéndoles fin con la misma tranquilidad con que aplastaba el pucho en el cenicero. Cuando Traveler le presentó a Talita en el puerto, tan ridícula con ese gato en la canasta y un aire entre amable y Alida Valli, volvió a sentir que ciertas remotas semejanzas condensaban bruscamente un falso parecido total, como si de su memoria aparentemente tan bien compartimentada se arrancara de golpe un ectoplasma capaz de habitar y completar otro cuerpo y otra cara, de mirarlo desde fuera con una mirada que él había creído reservada para siempre a los recuerdos.

En las semanas que siguieron, arrasadas por la abnegación irresistible de Gekrepten y el aprendizaje del difícil arte de vender cortes de casimir de puerta en puerta, le sobraron vasos de cerveza y etapas en los bancos de las plazas para disecar episodios. Las indagaciones en el Cerro habían tenido el aire exterior de un descargo de conciencia: encontrar, tratar de explicarse, decir adiós para siempre. Esa tendencia del hombre a terminar limpiamente lo que hace, sin dejar hilachas colgando. Ahora se daba cuenta (una sombra saliendo detrás de un ventilador, una mujer con un gato) que no había ido por eso al Cerro. La psicología analítica lo irritaba, pero era cierto: no había ido por eso al Cerro. De golpe era un pozo cayendo infinitamente en sí mismo. Irónicamente se apostrofaba en plena plaza del Congreso: «¿Y a esto le llamabas búsqueda? ¿Te creías libre? ¿Cómo era aquello de Heráclito? A ver, repetí los grados de la liberación, para que me ría un poco. Pero si estás en el fondo del embudo, hermano.» Le hubiera gustado saberse irreparablemente envilecido por su descubrimiento, pero lo inquietaba una vaga satisfacción a la altura del estómago, esa respuesta felina de contentamiento que da el cuerpo cuando se ríe de las hinquietudes del hespíritu Y se acurruca cómodamente entre sus costillas, su barriga y la planta de sus pies. Lo malo era que en el fondo él estaba bastante contento de sentirse así, de no haber vuelto, de estar siempre de ida aunque no supiera adónde. Por encima de ese contento lo quemaba como una desesperación del entendimiento a secas, un reclamo de algo que hubiera querido encarnarse y que ese contento vegetativo rechazaba pachorriento, mantenía a distancia. Por momentos Oliveira asistía como espectador a esa discordia, sin querer tomar partido, socarronamente imparcial. Así vinieron el circo, las mateadas en el patio de don Crespo, los tangos de Traveler, en todos esos espejos Oliveira se miraba de reojo. Hasta escribió notas sueltas en un cuaderno que Gekrepten guardaba amorosamente en el cajón de la cómoda sin atreverse a leer. Despacio se fue dando cuenta de que la visita al Cerro había estado bien, precisamente porque se había fundado en otras razones que las supuestas. Saberse enamorado de la Maga no era un fracaso ni una fijación en un orden caduco; un amor que podía prescindir de su objeto, que en la nada encontraba su alimento, se sumaba quizá a otras fuerzas, las articulaba y las fundía en un impulso que destruiría alguna vez ese contento visceral del cuerpo hinchado de cerveza y papas fritas. Todas esas palabras que usaba para llenar el cuaderno entre grandes manotazos al aire y silbidos chirriantes, lo hacían reír una barbaridad. Traveler acababa asomándose a la ventana para pedirle que se callara un poco. Pero otras veces Oliveira encontraba cierta paz en las ocupaciones manuales, como enderezar clavos o deshacer un hilo sisal para construir con sus fibras un delicado laberinto que pegaba contra la pantalla de la lámpara y que Gekrepten calificaba de elegante. Tal vez el amor fuera el enriquecimiento más alto, un dador de ser; pero sólo malográndolo se podía evitar su efecto bumerang, dejarlo correr al olvido y sostenerse, otra vez solo, en ese nuevo peldaño de realidad abierta y porosa. Matar el objeto amado, esa vieja sospecha del hombre, era el precio de no detenerse en la escala, así como la súplica de Fausto al instante que pasaba no podía tener sentido si a la vez no se lo abandonaba como se posa en la mesa la copa vacía. Y cosas por el estilo, y mate amargo.

Hubiera sido tan fácil organizar un esquema coherente, un orden de pensamiento y de vida, una armonía. Bastaba la hipocresía de siempre, elevar el pasado a valor de experiencia, sacar partido de las arrugas de la cara, del aire vivido que hay en las sonrisas o los silencios de más de cuarenta años. Después uno se ponía un traje azul, se peinaba las sienes plateadas y entraba en las exposiciones de pintura, en la Sade y en el Richmond, reconciliado con el mundo. Un escepticismo discreto, un aire de estar de vuelta, un ingreso cadencioso en la madurez, en el matrimonio, en el sermón paterno a la hora del asado o de la libreta de clasificaciones insatisfactoria. Te lo digo porque yo he vivido mucho. Yo que he viajado. Cuando yo era muchacho. Son todas iguales, te lo digo yo. Te hablo por experiencia, m’hijo. Vos todavía no conocés la vida.

Y todo eso tan ridículo y gregario podía ser peor todavía en otros planos, en la meditación siempre amenazada por los idola fori, las palabras que falsean las intuiciones, las petrificaciones simplificantes, los cansancios en que lentamente se va sacando del bolsillo del chaleco la bandera de la rendición. Podía ocurrir que la traición se consumara en una perfecta soledad, sin testigos ni cómplices: mano a mano, creyéndose más allá de los compromisos personales y los dramas de los sentidos, más allá de la tortura ética de saberse ligado a una raza o por lo menos a un pueblo y una lengua. En la más completa libertad aparente, sin tener que rendir cuentas a nadie, abandonar la partida, salir de la encrucijada y meterse por cualquiera de los caminos de la circunstancia, proclamándolo el necesario o el único. La Maga era uno de esos caminos, la literatura era otro (quemar inmediatamente el cuaderno aunque Gekrepten se re-tor-cie-ra las manos), la fiaca era otro, y la meditación al soberano cuete era otro. Parado delante de una pizzería de Corrientes al mil trescientos, Oliveira se hacía las grandes preguntas: “Entonces, ¿hay que quedarse como el cubo de la rueda en mitad de la encrucijada? ¿De que sirve saber o creer saber que cada camino es falso si no lo caminamos con un propósito que ya no sea el camino mismo? No somos Buda, che, aquí no hay árboles donde sentarse en la postura del loto. Viene un cana y te hace la boleta”.

 

miércoles, 5 de enero de 2011

Dos poemas de Fernando Pessoa

[Traducción de Ángel Crespo]

¡Tan de prisa pasa todo cuando pasa!
¡Muere tan joven ante los dioses cuanto muere!
¡Todo es tan poco!
Nada se sabe, todo se imagina.
Circúndate de rosas, ama, bebe
y calla. Lo demás es nada.
 



De todo quedaron tres cosas:
la certeza de que estaba
siempre comenzando
la certeza de que debía seguir
y la certeza de que sería
interrumpido antes de terminar.
hacer de la interrupción
un camino nuevo
hacer de la caída
un paso de danza
del miedo, una escalera
del sueño, un puente
de la búsqueda,
un encuentro.
 

lunes, 3 de enero de 2011

Mitologías de la rebelión

Filosofía a la gorra
 
Por Diego Singer
 
 
"Al mismo tiempo que rechaza su condición mortal, el rebelde se niega a reconocer la potencia que le hace vivir en esa condición."
 
Albert Camus


El encuentro es con entrada libre y gratuita, se pasará la gorra al finalizar.

Domingo 9 de enero de 20 a 21:30

Crack Up - Libros / Café

Costa Rica 4767

Buenos Aires, Argentina