domingo, 27 de enero de 2019

Instrucciones para educar

Hernán Diez

Lo mejor es empezar por el principio. Cuando la niña o el niño pueda mantenerse en pie por sí mismo, vistalo con sus mejores ropas y elija un linda mañana de sol para salir a la calle. En casi todos los barrios de la ciudad, verá que a las pocas cuadras de haber salido de su casa encontrará unos edificios en cuyo frente, junto a la puerta de ingreso o un poco más arriba, un breve mástil sostiene con una dignidad estoica la bandera de nuestro país -si vive más allá de la General Paz, es posible que el recorrido se prolongue algunas cuadras-. Antes de tocar el timbre, ensaye una ligera sonrisa, trate de dejar atrás la pesada noche sin sueño junto a la cama de la niña o del niño que ahora alza en brazos, mire hacia la puerta que tiene frente a sí como quien mira hacia el futuro. Es posible que deba tocar el timbre más de una vez. Sin embargo, cuando ingrese al edificio se dará cuenta de que en ese pequeño mundo cualquier dilación es perfectamente justificable.
Una vez adentro, será conducido hasta una oficina que se encuentra del otro lado de un gran patio. Allí, lo recibirán dos sillas o un banco de madera destinado a las personas que esperan ser atendidas y a los penitentes. El tiempo de espera oscila entre los diez y los veinte minutos. Luego de la entrevista, que durará ocho minutos más que el tiempo de espera, lo más probable es que pueda regresar a la tranquilidad de su casa con la entera satisfacción de que en el sitio que acaba de visitar, la niña o el niño que ahora toma de su mano, será educado.

"El reloj", de Robert Doisneau (París,1957)
Este breve texto que nos ha servido como introducción simplifica un proceso que, aun asumiendo las posibles variantes de época y peripecias del sistema educativo, representa el ingreso de una niña o un niño a la escuela. Incluso, podríamos agregar la siguiente línea: “Repita la operación cuantas veces sea necesario hasta obtener el resultado deseado”. El problema es que, en educación, los resultados nunca están a la vista en el corto plazo. Y a nadie se le ocurriría volver a una escuela veinte años después de aquella entrevista inaugural, para decirle a la directora que no estamos demasiado conformes con la labor educativa que ha realizado la escuela a su cargo. ¿Por qué, entonces, las personas le confían la educación de sus niñas y niños a un grupo de docentes del que probablemente sepan muy poco? La respuesta se halla, en parte, en la pregunta: confianza. Esa confianza se dirige de manera directa a las personas que estarán a cargo de la educación de la niña o el niño, pero también se orienta al proyecto educativo de la escuela y, en última instancia, a la educación. Confiar en la educación, implica el deseo de que las nuevas generaciones conserven algunas cosas de este mundo tal como están y que cambien otras. Por supuesto, habrá proyectos educativos institucionales que contemplen unos cambios y no otros, así como también habrá maestros, profesores y distintas autoridades dentro de una escuela que se comprometan de manera muy distinta con ese proyecto: habrá tantas adherencias incondicionales como oposiciones y resistencias -algo que, en principio, sería muy deseable que suceda en las instituciones de las sociedades democráticas-. El proyecto educativo de una escuela hace a su identidad, expresa una serie de valores y principios sostenidos en el tiempo y una idea determinada acerca de la educación. La confianza, entonces, parece orientarse más hacia la idea de educación que expresa el proyecto educativo institucional que a la educación en sí. Sin embargo, aunque podrá optarse por una idea de educación o por otra, por un proyecto u otro, y hasta se podrá elegir desescolarizar a las niñas y niños, renunciando así a todo proyecto educativo escolar, ninguna de estas opciones contempla la posibilidad de no educar. La pregunta que nos interesa es: ¿cómo hacerlo? La escuela pública actual fue la respuesta que las sociedades industriales de mediados del siglo XIX se dieron a esta pregunta. En ese contexto, la escuela pública fue creada para ser masiva. Que los niños de la calle y los hijos de familias obreras pudieran acceder a la educación fue algo revolucionario. Maarten Simons y Jan Masschelein (2014), sostienen que ese ideario fundacional de la escuela pública aún tiene vigencia en sociedades como las nuestras. Pero, por escuela pública no deberíamos entender educación pública. El libro de Simons y Masschelein asume que la escuela pública que conocemos desde el siglo XIX es la única educación pública posible, cuando esa escuela pública fue, en rigor, la respuesta de una época determinada al problema de cómo establecer una educación pública.
Antes de las elecciones de 2015, en plena campaña, las plataformas políticas de todos los partidos proponían, en el obligado renglón dedicado a la educación, la doble jornada en todas las escuelas. Nada hace pensar que la curiosa coincidencia se deba a cuestiones de índole educativa, sino más bien a una necesidad social de otro orden. La escuela pública, como se ha dicho, no es la educación pública. Por eso, se espera que la escuela pública cumpla funciones sociales que exceden por completo lo educativo.
Nuestra sociedad está fuertemente segmentada en estratos económicos y culturales que configuran un mosaico irregular a lo largo del país. Esta estratificación se ha profundizado en los últimos años y todas las instituciones sociales se han visto afectadas por ello. En este sentido, una cuestión que quizá merezca ser discutida es si esta estratificación y el consecuente deterioro social que supone, más que una consecuencia de las políticas neoliberales, es su condición de posibilidad.
Situados en este contexto social, es evidente que una escuela pública del barrio de Urquiza, en la ciudad de Buenos Aires, no presenta las mismas dificultades que una escuela pública de Purmamarca, en la provincia de Jujuy. Ni siquiera es necesario recorrer tantos kilómetros para hacer este descubrimiento. La estratificación social a la que se hacía referencia hace un momento se dispone en el territorio nacional de acuerdo con un esquema de centro-periferia. A grandes rasgos, podemos observar que la mayor concentración poblacional se encuentra en los grandes centros urbanos que, al mismo tiempo, reúnen la mayor cantidad de recursos económicos y culturales. No obstante, este esquema relacional se replica hacia el interior de las regiones centrales y periféricas. Así, en la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, que es el mayor centro urbano del país, podemos ubicar regiones centrales y periféricas.
Según un estudio publicado en marzo de 2018 por la Universidad Pedagógica Nacional (unipe), el 40% de los chicos del norte de la ciudad de Buenos Aires dijo que va a la escuela para aprender, mientras que el 90% de los chicos del sur de la ciudad afirma que lo hace por obligación. Estos datos corresponden a escuelas de educación media de zona norte (Belgrano, Palermo) y zona sur (Mataderos, Lugano).
Cuando nos preguntamos cómo educar, cuando nuestra sociedad se pregunta cómo educar, lo hace dentro de este marco. Y es también dentro de este marco que se debería pensar en las limitaciones y potencialidades de la escuela pública como una de las posibles herramientas de la educación, que no es la única y menos aún la definitiva.    

1. Simons, Maarten  y Masschelein, Jan, Defensa de la escuela. Una cuestión pública, Buenos Aires, Miño Dávila, 2014.

2. Duarte, Daniel, ¿Para qué sirve ir a la escuela?, Le Monde Diplomatique, Bs. As., marzo de 2018.