domingo, 23 de octubre de 2011

Roberto Arlt

Arlt, Roberto, Los lanzallamas (1931), Bs. As., Losada, 1977.
 
Palabras del autor
Estoy contento de haber tenido la voluntad de trabajar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.
Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.
Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.
Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia.
Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.
Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela, que como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.
Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises, un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.
Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.
En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.
De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:
"El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc."
No, no y no.
Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un "cross" a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y "que los eunucos bufen".
El porvenir es triunfalmente nuestro.
Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la "Underwood", que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero…. Mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se titulará El Amor brujo y aparecerá en agosto del año 1932.
Y que el futuro diga.













sábado, 8 de octubre de 2011

César Vallejo

 Pienso en tu sexo...

Pienso en tu sexo.
Simplificado el corazón, pienso en tu sexo,
ante el hijar maduro del día.
Palpo el botón de dicha, está en sazón.
Y muere un sentimiento antiguo
degenerado en seso.

Pienso en tu sexo, surco más prolífico
y armonioso que el vientre de la sombra,
aunque la muerte concibe y pare
de Dios mismo.
Oh Conciencia,
pienso, si, en el bruto libre
que goza donde quiere, donde puede.

Oh escándalo de miel de los crepúsculos.
Oh estruendo mudo.

¡Odumodneurtse!



jueves, 6 de octubre de 2011

Juan Gelman

Documentos

Llena de signos y de árboles,
ella cruza la noche como un fuego o un río,
asciende en el silencio y la memoria,
es infinita como un hecho,
la existo, la conduzco, yo soy su certidumbre.



jueves, 25 de agosto de 2011

Julio Cortázar

Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

sábado, 20 de agosto de 2011

Jornadas internacionales “Borges lector”


La Biblioteca Nacional dedicará el mes de agosto a celebrar la figura de Jorge Luis Borges. En la Sala de Exposiciones “Leopoldo Marechal”, ubicada en el primer piso del edificio de la calle Agüero, se podrá ver un conjunto de libros que formaron parte de la biblioteca personal del gran escritor. Los ejemplares que presentan notas de su puño y letra, integran actualmente la colección Jorge Luis Borges de la Biblioteca Nacional, dada a conocer el año pasado a través de la edición del catálogo anotado Borges, libros y lecturas.
Más información: Biblioteca Nacional

jueves, 18 de agosto de 2011

Horacio Quiroga

El almohadón de plumas

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Guy de Maupassant

El collar

Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.
La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.
Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: "¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!", pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandecientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.
-Mira, mujer -dijo-, aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
"El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio."
En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:
-¿Qué haré yo con eso?
-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:
-Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.
El hombre murmuró:
-¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:
-Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él estaba desolado, y dijo:
-Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleadillo.
Respondió, al fin, titubeando:
-No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.
Dijo, no obstante:
-Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
-¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.
Y ella respondió:
-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
-Ponte unas cuantas flores naturales -replicó él-. Eso es muy elegante, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
-Tienes razón, no había pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
-Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
-¿No tienes ninguna otra?
-Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
-¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
-Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer.
Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
-Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.
Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de ir a la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito.
Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
-¿Qué tienes?
Ella se volvió hacia él, acongojada.
-Tengo..., tengo... -balbució - que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
-¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.
Él preguntaba:
-¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
-Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
-Debe estar en el coche.
-Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
-No. Y tú, ¿no lo miraste?
-No.
Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.
-Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.
-Es menester -dijo- que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le decía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años, manifestó:
-Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
-Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
-Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían... Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.
¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!
Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño cogido de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? Habíéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.
Se puso frente a ella y dijo:
-Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:
-Pero..., ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse...
-No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! ...
-¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias.... todo por ti...
-¿Por mí? ¿Cómo es eso?
-¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
-¡Sí, pero...
-Pues bien: lo perdí...
-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
-Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido.
-¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
-Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos:
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... ¡Valía quinientos francos a lo sumo!...

miércoles, 3 de agosto de 2011

El Bosco

El pintor flamenco Hieronymus Bosch nació alrededor de 1450, en Hertogenbosch, al sur de los Países Bajos. En algunos de sus trabajos (“El jardín de las delicias” es ejemplo de ello) se despliega una imaginación deslumbrante que toma elementos de la simbología medieval (los bestiarios, la magia, etc.), pero dándoles una nueva impronta. El tono burlesco de sus obras, lo sarcástico y lo grotesco tienen gran afinidad con la sensibilidad de nuestra época. Algo que llamó la atención de los surrealistas, como puede verse en Dalí. El Bosco, como se lo conoció en España, murió en Bolduque, en 1516.


“El jardín de las delicias” (1503-1505). Es un tríptico realizado en óleo sobre tabla. La obra se encuentra en el Museo del Prado, Madrid.


Panel central

c

Panel derecho

D

 Panel izquierdo

I

miércoles, 27 de julio de 2011

Roland Barthes

Barthes, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso (1977), Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2008. Traducción de Eduardo Molina.

Lo intratable

Afirmación: Contra viento y marea, el sujeto afirma el amor como un valor.

1. A despecho de las dificultades de mi historia, a pesar de las desazones, de las dudas, de las desesperaciones, a pesar de las ganas de salir de ella, no ceso de afirmar en mí mismo el amor como un valor. Todos los argumentos que los sistemas más diversos emplean para desmitificar, limitar, desdibujar, en suma despreciar el amor, yo los escucho, pero me obstino: “Lo sé perfectamente, pero a pesar de todo…”. Remito las devaluaciones del amor a una suerte de moral oscurantista, a un realismo-farsa, contra los cuales levanto lo real del valor: opongo a todo “lo que no va” en el amor, la afirmación de lo que en él vale. Esta testarudez es la protesta de amor: bajo el coro de las “buenas razones” para amar de otro modo, para amar mejor, para amar sin estar enamorado, etc., se hace oír una voz terca que dura un poco más de tiempo: la voz de lo intratable amoroso.

El mundo somete toda empresa a una alternativa: la del éxito o el fracaso, la de la victoria o la derrota. Protesto desde otra lógica: soy a la vez y contradictoriamente feliz e infeliz: “triunfar” o “fracasar” no tienen para mí más que sentidos contingentes, pasajeros (lo que no impide que mis penas y mis deseos sean violentos); lo que me anima, sorda y obstinadamente, no es táctico: acepto y afirmo, desde fuera de lo verdadero y de lo falso, desde fuera de lo exitoso y de lo fracasado; estoy exento de toda finalidad, vivo de acuerdo con el azar (lo prueba que las figuras de mi discurso me vienen como golpes de dados). Enfrentado a la aventura (lo que me ocurre), no salgo de ella ni vencedor ni vacilo: soy trágico. (Se me dice: ese tipo de amor no es viable.  Pero ¿cómo evaluar la viabilidad? ¿Por qué lo que es viable es un Bien? ¿Por qué durar es mejor que arder?)

martes, 12 de julio de 2011

Eve Arnold

El A B C de la fotografía, New York, Phaidon, 2010.



“Una mano extendida da los últimos toques al peinado de la estrella, mientras ésta se vuelve a mirar a la cámara como buscando tranquilidad. En 1960 el estrellato comenzaba a considerarse un artificio y una afrenta a la personalidad. Marilyn Monroe era juzgada por aquellas fechas como una víctima de aquel sistema y a la vez como su máximo exponente. En 1962 la actriz protestó: ´No me considero una especie de mercancía, pero estoy segura de que mucha gente no ve otra cosa en mí. (…) Eso es lo que me molesta: una sex symbol se convierte en objeto. No soporto ser un objeto.´A los fotógrafos, incluidos Irving Penn, Richard Avedon y la propia Eve Arnold, les fascinaba ese proceso de transformación en objeto. Arnold se había preparado precisamente para un encuentro como éste a principios de decenio de 1950, cuando hizo fotografías en los bares y en los centros de trabajo de Nueva York entre noctámbulos y otros personajes de ambigua presencia. Alumna del influyente Alexéi Brodovitch en Nueva York en 1948, se incorporó a Magnum Photos en 1957”.

miércoles, 6 de julio de 2011

Lectura de Microficciones en San Telmo


El próximo 21 de julio se celebrará la sexta edición del ciclo de lectura de microficciones La Orden de la Brillante Brevedad (OBB). El evento contará con la presencia de los reconocidos escritores Jorge Accame, Eugenio Mandrini, Jorge Ariel Madrazo y Gloria Pampillo.
La cita es en la librería La Libre (Bolívar 646, Ciudad Autónoma de Buenos Aires), a las 19:30hs, con entrada libre y gratuita. Al finalizar se realizará un sorteo de libros de Macedonia Ediciones.
La OBB se creó en el año 2009 con el objeto de generar un espacio de intercambio entre escritores y lectores, relevar el estado actual de la microficción, promover el género y a sus autores, e instalarlo en la escena cultural local. Lo coordinan los escritores Sandra Bianchi y Fabián Vique, con la colaboración de Mónica Pano y Juan Romagnoli.
Más información en: http://ordenbb.wordpress.com



miércoles, 29 de junio de 2011

Villard De Honnecourt

Villard De Honnecourt nació en Francia, en 1225 y murió en ese país hacia el año 1250. Pasó la mayor parte de su vida viajando por Rheims, Chartres, Laon, Meaux y Lausana. En 1245 llegó a Hungría, quizá en busca de trabajo. Durante este periplo se dedicó a escribir un cuaderno de viajes (actualmente en la Biblioteca Nacional de Francia y aquí ), que incluye bocetos de la arquitectura de su época, anotaciones sobre dispositivos mecánicos, sugerencias para el dibujo de figuras humanas y animales.

martes, 28 de junio de 2011

Gustav Weil

Weil, Gustav, “Historia de los dos que soñaron”, Antología de literatura fantástica (1940), Buenos Aires, Sudamericana, 1998.


Gustav Weil, orientalista alemán, nacido en Salzburgo, en 1808; muerto en Friburgo, en 1889. Tradujo al alemán los Collares de oro, de Samachari, y Las Mil y Una Noches. Publicó una biografía de Mahoma, una introducción al Corán y una historia de los pueblos islámicos.

Gustav Weil. Geschichte des Abbassidenchalifats in Aegypten (1860 –62)



Historia de los dos que soñaron

Cuentan los hombres dignos de fe (pero solo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño a un desconocido que le dijo:

-Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla. A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la cárcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo:

-¿Quién eres y cuál es tu patria?

El hombre declaró:

-Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí.

El juez le preguntó:

-¿Qué te trajo a Persia?

El hombre optó por la verdad y le dijo:

-Un hombre me ordenó en un sueño que viviera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que la fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel.

El juez echó a reír.

-Hombre desatinado –le dijo-. tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín, un reloj de sol y después del reloj de sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma estas monedas y vete.

El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la higuera de su casa (que era la del sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.


lunes, 27 de junio de 2011

Las mil y una noches

Anónimo, “El hombre que soñó”, Antología del cuento extraño, Buenos Aires, Hachette, 1976.


A Las Mil y Una Noches, colección de leyendas orientales de autor anónimo, pertenece esta breve y perfecta narración fantástica, traducida de la selección de Bennet Cerf, quien utilizó la versión de Richard Burton. Rodolfo Walsh



El hombre que soñó


Vivió cierta vez en Bagdad un hombre rico, que perdió todo su caudal y quedó tan desposeído que sólo trabajando duramente podía ganarse la vida. Una noche se acostó a dormir, abatido y pesaroso, y vio en sueños a un personaje que le decía:

-En verdad, tu fortuna está en camino del Cairo.

Pero a su arribo lo sorprendió la noche y se acostó a dormir en una mezquita. Más tarde, por designio de Alá Todopoderoso, entró en la mezquita una banda de malhechores, que a través de ella penetraron en la casa vecina. Mas lo propietarios, perturbados por el ruido de los ladrones, despertaron y dieron la alarma. Y en seguida acudió en su ayuda, con sus hombres, el jefe de policía.

Huyeron los ladrones, pero Wali entró en la mezquita y encontrando allí dormido al hombre de Bagdad, lo prendió y le hizo dar tantos azotes con varas de palma, que casi lo dejaron por muerto. Arrojáronlo después a la cárcel, donde estuvo tres días. Cumplidos los cuales, el jefe de policía mandó buscarlo y le preguntó:

-¿De dónde eres?

Y él respondió:

-De Bagdad.

Dijo el Wali:

-¿Qué te trae al Cairo?

- Respondió el de Bagdad:

-En un sueño vi a uno que me decía: “Tu fortuna está en El Cairo. Ve a buscarla”. Mas cuando llegué al Cairo, descubrí que la fortuna que me prometía eran los varazos que tan generosamente me habéis dado.

En Wali se rió hasta dejar a la vista sus muelas del juicio.

-Hombre de poco ingenio –dijo-, tres veces he visto yo en un sueño a alguien que me decía: “Hay en Bagdad una casa, en tal barrio y de tal aspecto, y tiene un jardín en cuyo extremo hay una fuente, y bajo ella una gran suma de dinero sepultada. Ve y tómala”. Pero yo no fui; en cambio tú, por tu poca cabeza, has viajado de un lado a otro, dando crédito a un sueño que no era más que ocioso engaño de la fantasía.

Y le dio dinero, diciéndole:

-Con esto, regresa a tu país.

Y el hombre tomó el dinero y emprendió el regreso. Pero la casa que el Wali le había descrito era la propia casa que el hombre tenía en Bagdad. Y cuando estuvo en ella, el peregrino cavó bajo la fuente de su jardín y descubrió un gran tesoro. Y así, por gracia de Alá, ganó una maravillosa fortuna.

jueves, 23 de junio de 2011

Nadar

Gaspard Félix Tournachon (Lyon, 1820 – París, 1910). En un expediente policial de la época, se dice que Nadar era “uno de esos personajes peligrosos que difunden doctrinas sumamente subversivas en el Barrio Latino”. Fue caricaturista, periodista y fotógrafo. Su interés por los globos aerostáticos lo condujo a tomar la primera fotografía aérea. 


Aquí se lo ve a bordo de su globo aerostático:





En su producción fotográfica, se destaca una extensa serie de retratos a distintas figuras del ambiente artístico e intelectual del siglo XIX. Trabajaba con luz natural y, eventualmente, utilizaba espejos o pantallas para difuminar la luz. 


Sarah Bernhardt (1865)


miércoles, 22 de junio de 2011

Vladimir Nabokov

Nabokov, Vladimir, “Labios contra labios”, Cuentos completos, Madrid, Alfaguara, 2002. Traducción de María Lozano.


Labios contra labios

Los violinistas seguían llorando, tocando, al parecer, un himno de amor y de pasión, pero Irina y el emocionado Dolinin se encaminaban a paso rápido hacia la salida. Iban tras el señuelo de la noche de primavera, tras el misterio que se había interpuesto, tenso, entre ellos. Sus dos corazones latían al unísono.
—Dame el número del guardarropa, murmuró Dolinin (tachado).
—Por favor, deja que te traiga tu sombrero y tu abrigo (tachado).

—Por favor —dijo Dolinin—, voy a por tus cosas («y las mías» añadir).

Dolinin subió al guardarropa, y tras entregar su número (corregido, «los dos números»).

Y al llegar aquí Ilya Borisovich Tal se quedó pensativo. Era incómodo, muy incómodo, detenerse en ese momento. Acababa de producirse una especie de éxtasis, una llamarada repentina de amor entre el solitario y maduro Dolinin y la desconocida que el azar llevó a compartir su palco, una joven de negro, tras lo cual decidieron escapar del teatro, lejos, muy lejos de los escotes y de los uniformes militares. En algún lugar fuera del teatro el autor vislumbraba ya vagamente el Kupechesky o parque Tsarsky, unos algarrobos en flor, precipicios, una noche estrellada. El autor estaba terriblemente impaciente por lanzar a su héroe y heroína a los brazos de la noche estrellada. Pero antes había que ir a por los abrigos y aquello interfería en el encanto de la escena. Ilya Borisovich releyó lo que había escrito, resopló, se quedó mirando al pisapapeles de cristal, y finalmente se decidió a sacrificar el encanto en aras del realismo. Pero aquello no resultaba sencillo. Él se inclinaba hacia la lírica, las descripciones de la naturaleza así como las emociones le resultaban sorprendentemente fáciles, pero por el contrario encontraba muchísimas dificultades con los elementos rutinarios, como, por ejemplo, el abrir y cerrar de puertas, o los saludos y apretones de manos cuando había muchos personajes en una habitación, y una o dos personas tenían que saludar a mucha gente. Además Ilya Borisovich mantenía peleas mortales con los pronombres, por ejemplo con «ella», que demostraba una engañosa tendencia a referirse no sólo a la heroína sino también a su madre o a su hermana en la misma frase, por lo que para evitar la necesidad de repetir un nombre propio uno se veía obligado a escribir «aquella dama» o «su interlocutora» aunque no mediara interlocución alguna. Escribir significaba para él una lucha desigual con objetos indispensables; los bienes de lujo parecían ser mucho más flexibles, pero incluso ellos llegaban a rebelarse de cuando en cuando, se quedaban inmóviles obstaculizaban su libertad de movimientos, y ahora, después de haber batallado laboriosamente con el problema del guardarropa y a punto de concederle a su héroe la posesión de un elegante bastón, Ilya Borisovich se detuvo complacido a considerar el fulgor de la empuñadura, y no se dio cuenta, me temo, de las exigencias que aquel artículo valioso le iba a imponer, de las dificultades a las que tendría que enfrentarse cuando el bastón le pidiera ser mencionado, en el momento en que Dolinin, sintiendo en sus manos las curvas complacientes de un cuerpo joven, se apresurara a cruzar a Irina a través de un riachuelo primaveral.

Dolinin era sencillamente «maduro»; Ilya Borisovich Tal cumpliría pronto cincuenta años. Dolinin era «colosalmente rico», sin demasiadas consideraciones acerca de sus fuentes de ingresos; Ilya Borisovich dirigía una empresa dedicada a instalar cuartos de baño (a propósito, aquel año le habían encargado el alicatado de las paredes cavernosas de varias estaciones subterráneas de metro) y gozaba de buena posición. Dolinin vivía en Rusia —el sur de Rusia, probablemente—, y había conocido a Irina mucho antes de la Revolución. Ilya Borisovich vivía en Berlín, adonde había emigrado con su mujer y su hijo en 1920. Su producción literaria era de larga tradición aunque escasa: la necrológica de un comerciante local, famoso por sus opiniones políticas liberales, en el Heraldo de Járcov (1910), dos poemas en prosa, ibid. (agosto 1914 y marzo 1917), y un libro, que consistía en aquella necrológica y aquellos dos poemas —un volumen bonito que aterrizó justo en mitad del furor de la guerra civil. Finalmente, al llegar a Berlín, Ilya Borisovich escribió un breve estudio, Viajeros marítimos y terrestres, que apareció en un diario de exiliados publicado en Chicago; pero aquel periódico pronto se desvaneció como el humo, mientras que otras publicaciones no le devolvían los manuscritos ni tampoco se prestaban a discutir nunca sus denegaciones. Luego siguieron dos años de silencio creativo: la enfermedad y muerte de su mujer, la Inflationszeit, mil asuntos de trabajo... Su hijo acabó el bachillerato en Berlín e ingresó en la Universidad de Friburgo. Y ahora, en 1925, al inicio de su vejez, este hombre próspero y en verdad más bien solitario experimentó tal comezón de escribir, tal deseo —no por la fama, sino sencillamente por el calor y la atención de unos posibles lectores—, que decidió dar rienda suelta a sus impulsos y escribir una novela y publicarla él mismo.

Para cuando su protagonista, el abatido y fatigado Dolinin, estuvo dispuesto a escuchar el clarín de una vida nueva y (después de aquella famosa parada que casi probó ser fatal en el guardarropa) hubo escoltado a su joven acompañante hasta la noche de abril, la novela ya había adquirido un título, Labios contra labios. Dolinin consiguió que Irina se mudara a su piso, pero todavía no se había producido avance alguno en materias sexuales porque él deseaba que ella acudiera a su cama por su propia voluntad, exclamando:

«Tómame, toma mi pureza, toma mi tormento. Tu soledad es mi soledad, y ya sea tu amor largo o breve estoy preparada para todo, porque en torno a nosotros la primavera nos llama y nos emplaza a que gocemos de la humanidad y del bien, porque el cielo y el firmamento irradian una belleza divina, y porque te amo.»

—Un pasaje muy poderoso —observó Euphratski—. Terra firma, vamos, si me lo permites. Muy poderoso.

—¿Y no resulta un poco aburrido? —preguntó Ilya Borisovich Tal, devolviéndole la mirada por encima de su montura de concha—. Dímelo francamente.

—Supongo que la desflorará —musitó Euphratski.

Mimo, chitatel’, mimo! (¡te equivocas, lector, te equivocas!) —contestó Ilya Borisovich (malinterpretando a Turguenev). Sonrió con suficiencia, ajustó con firmeza las páginas de su manuscrito, cruzó sus gruesas piernas hasta encontrar una postura más cómoda y prosiguió su lectura.

Le leyó su novela a Euphratski pasaje a pasaje, conforme los iba escribiendo. Euphratski, que irrumpió en su vida con ocasión de un concierto para fines benéficos, era un periodista exiliado «con cierto nombre» o, más bien, con una docena de seudónimos. Hasta entonces las amistades de Ilya Borisovich solían proceder de círculos industriales alemanes; ahora asistía a las reuniones de emigrados, a las representaciones teatrales de aficionados, a conferencias y había llegado a reconocer a algunos de sus hermanos en letras. Se llevaba especialmente bien con Euphratski y valoraba su opinión como corresponde, procediendo de un estilista como él, aunque el estilo de Euphratski pertenecía a ese orden de lo tópico que tan bien conocemos todos. Ilya Borisovich le invitaba con frecuencia, bebían coñac y hablaban de literatura rusa, o más exactamente Ilya Borisovich hablaba, mientras que los invitados coleccionaban cuanto fragmento cómico podían recordar para entretener más tarde a sus amigotes. Cierto, los gustos de Ilya Borisovich eran más bien ordinarios. Le reconocía el mérito a Pushkin, desde luego, pero lo conocía fundamentalmente a través de tres o cuatro óperas, y en general lo encontraba «olímpicamente sereno e incapaz de conmover al lector». Sus conocimientos de poesía más reciente se limitaban a dos poemas, los únicos que recordaba, ambos con un cierto matiz político, El Amor de Veynberg (1830-1908) y los famosos versos de Skitaletz (Stephan Petrov, nacido en 1868) en donde «colgado» (en la horca) rimaba con «enmarañado» (dentro de un argumento revolucionario). ¿Le gustaba, a Ilya Borisovich, reírse levemente de los «decadentes»? Sí, así era, pero también hay que señalar que admitía con franqueza no entender nada de poesía. Por el contrario, le gustaba discutir acerca de la novela rusa: estimaba a Lugovoy (una mediocridad regional de la primera década del siglo), apreciaba a Korolenko, y consideraba que Artsybashev pervertía a sus jóvenes lectores. Y con respecto a las novelas de los exiliados modernos decía, con ese ademán tan ruso, ese gesto de manos con el que se expresa inutilidad: «¡Un aburrimiento, un aburrimiento!», lo cual provocaba en Euphratski una especie de rapto de risa.

—Un escritor debe ser enormemente expresivo —reiteraba Ilya Borisovich—, y compasivo y sensible, y justo. Quizás yo no sea más que una nulidad, un insecto, pero no dejo de tener mi credo. Que al menos una de las palabras que yo he escrito llegue a impregnar el corazón de un lector —y Euphratski fijaba sus ojos de reptil en él, saboreando de antemano con una ternura infinita el pasaje que le esperaba al día siguiente, la risa estrepitosa de A, el graznido de ventrílocuo de B.

Por fin llegó el día en que estuvo terminado el primer manuscrito de la novela. Ante la sugerencia de su amigo de que fueran a un café a tomar algo, Ilya Borisovich replicó con un misterioso tono de voz un punto solemne: «Imposible, necesito pulir mis frases».

El pulido consistió en un ataque feroz contra el adjetivo molodaya (joven, en femenino), que aparecía con demasiada frecuencia, y al que sustituyó aquí y allí por el término juvenil, yúnaya, que pronunciaba con un deje provinciano, doblando la consonante como si pronunciara yúnnaya.

Un día más tarde. Anochece. Un café en la Kurfürstendamm. Un sofá de terciopelo rojo. Dos caballeros. A simple vista, dos hombres de negocios. Uno, de aspecto respetable, incluso majestuoso, no fumador, con una expresión de confianza y de amabilidad en su rostro carnoso; el otro, delgado, cegato, con un par de delicadas arrugas que descienden oblicuas desde la nariz hasta la comisura de los labios de los que sobresale un cigarrillo todavía sin encender. La voz tranquila del primero: «Escribí el final en un trance. Muere, sí, él muere».

Silencio. El sofá rojo es cómodo y suave. Al otro lado de la ventana un tranvía translúcido flota a su paso como un pez brillante en un acuario.

Euphratski encendió su mechero, respiró el humo por la nariz y dijo:

—Dime, Ilya Borisovich, ¿por qué no lo mandas a una revista literaria para que lo publique por entregas antes de que aparezca como libro?

—Pero si no conozco a nadie de ese mundo. Siempre publican a la misma gente.

—Qué estupidez. Tengo un plan. Déjame que lo piense.

—Yo estaría encantado... —murmuró Tal, perdido en una ensoñación.

Unos días más tarde en el despacho de I. B. Tal. El despliegue del plan.

—Envíale tu manuscrito (y Euphratski entrecerró los ojos y bajó la voz) a Arion.

—¿Arion? ¿Qué es eso? —dijo I. B., acariciando su manuscrito.

—Nada que deba asustarte. Es el nombre de la mejor revista del exilio. ¿No la conoces? ¡Ay, ay! El primer número salió en primavera, el segundo saldrá en otoño. Debes estar más al tanto de la literatura nueva, Ilya Borisovich.

—¿Pero cómo me pongo en contacto con ellos? ¿Les escribo sin más?

—Eso es. Directamente al editor. Se publica en París. ¿Y ahora no me dirás que no has oído hablar nunca de Galatov?

Con aire de culpabilidad Ilya Borisovich se encogió de hombros. Euphratski, con un rostro que era una pura mueca de ironía, explicó: «Un escritor, un maestro, una forma nueva de novela, una construcción intrincada, Galatov, el Joyce ruso».

—¡Yoys! —repetía mansamente Ilya Borisovich cuando su amigo dejó de hablar.

—Primero de todo haz que lo mecanografíen —dijo Euphratski—. Y por amor de Dios, infórmate y ponte al corriente de las revistas.

Y eso hizo. En una de las librerías de exiliados rusos le entregaron un grueso volumen rosa. Lo compró, mientras pensaba en voz alta: «Una iniciativa joven. Hay que ayudarles».

—Acabada, la iniciativa —dijo el librero—. Sólo ha salido un número.

—No está bien enterado —le replicó Ilya Borisovich con una sonrisa—. Sé con toda seguridad que el próximo número va a salir en otoño.

Al llegar a casa, tomó un cortaplumas de marfil y abrió con todo cuidado las páginas de la revista. Dentro encontró una obra en prosa ininteligible escrita por Galatov, dos o tres relatos de una serie de escritores que le resultaban vagamente familiares, una nube de poemas, y un artículo muy interesante acerca de los problemas industriales de Alemania firmado por Tigris.

Oh, nunca lo aceptarán, pensó Ilya Borisovich con angustia. Todos pertenecen a la misma camarilla.

Sin embargo, localizó a una tal madame Lubansky (mecanógrafa y taquígrafa) en los anuncios por palabras de un periódico ruso y, tras citarla en su casa, empezó a dictarle con gran sentimiento, absolutamente estremecido, alzando la voz, y mirando de vez en cuando a la mujer para ver cómo reaccionaba ante su novela. Ella no dejaba de mover la pluma inclinada sobre su cuaderno de notas —una mujer menuda, morena, con un sarpullido en la frente—, mientras Ilya Borisovich iba y venía en círculo por su estudio, y los círculos se estrechaban en torno a ella al compás de algún que otro pasaje espectacular. Hacia el final del primer capítulo, la habitación vibraba con sus gritos.

—Y su pasado entero adquiría a sus ojos los tintes trágicos del error —rugía Ilya Borisovich, añadiendo después, en el tono neutro habitual de cuando estaba en su despacho—: Mañana quiero que esté mecanografiado, cinco copias, amplios márgenes, la espero aquí a la misma hora.

Aquella noche, en la cama, no hacía sino pensar en lo que le diría a Galatov cuando le enviara la novela («... espero su severo juicio... mis obras han aparecido en Rusia y en América...»), y a la mañana siguiente, tal es la complacencia encantadora del destino, Ilya Borisovich recibió de París la siguiente carta:

«Querido Boris Grigorievich,

Por un amigo común me he enterado de que usted acaba de terminar una nueva obra. El consejo editorial de Arion estaría interesado en verla, ya que nos gustaría contar con algo "novedoso" para nuestro próximo número.

¡Qué extraño! El otro día, sin ir más lejos, me sorprendí a mí mismo recordando sus elegantes miniaturas en el Heraldo de Jarkov»

—Me recuerdan, me solicitan —murmuró aturdido Ilya Borisovich. Inmediatamente después cogió el teléfono para llamar a Euphratski, apalancado como de través en su silla de trabajo y, apoyando negligentemente el codo, con la tosquedad del triunfador, en su mesa de trabajo, mientras que, con la otra mano, hacía gestos de grandeza como apoyando sus palabras radiantes mientras decía: «Viejo amigo, ay, viejo amigo», y de repente los distintos objetos que había en su mesa empezaron a temblar y a mezclarse unos con otros hasta disolverse en un espejismo húmedo. Parpadeó y todo volvió a su posición habitual, mientras Euphratski, en su voz lánguida, le contestaba: «¡Vamos hombre! ¡No se trata más que de otro escritor como tú, al fin y al cabo. Es un golpe de suerte de lo más normal!».

Las cinco pilas de papel mecanografiado se fueron haciendo cada vez más altas. Dolinin que, entre una cosa y otra, todavía no había poseído a su bella compañera, descubrió por casualidad que a ella le gustaba otro hombre. Un pintor joven. Algunas veces I. B. dictaba en su oficina, y entonces las mecanógrafas alemanas, que estaban en otra habitación, al oír aquel rugido remoto, se preguntaban qué tipo de cosas eran aquellas vociferaciones que profería su jefe de ordinario tan tranquilo y amable. Dolinin tuvo una conversación franca y sincera con Irina, ella le dijo que nunca lo dejaría, porque apreciaba demasiado su hermosa alma solitaria, pero que, desgraciadamente, pertenecía físicamente a otro, y Dolinin en silencio se sometió a su palabra. Finalmente llegó el día en el que hizo testamento a su favor, llegó el día en que se pegó un tiro (con un Mauser), llegó el día en que Ilya Borisovich, con una sonrisa de beatitud, le preguntó a madame Lubansky, que le había llevado el último capítulo de su manuscrito, cuánto le debía, tras lo cual trató de pagarle más de lo debido.

Releyó Labios contra labios embelesado y le dio un ejemplar a Euphratski para que le hiciera las necesarias correcciones (madame Lubansky ya había llevado a cabo una discreta labor editorial en aquellos puntos en los que ciertos olvidos casuales entorpecían sus notas de taquigrafía). Todo lo que hizo Euphratski fue insertar en una de las primeras líneas una coma temperamental con lápiz rojo. Ilya Borisovich religiosamente llevó la coma hasta la copia destinada a la revista Arion, firmó su novela con un seudónimo derivado de «Ana» (el nombre de su mujer muerta), sujetó cada capítulo con un elegante clip, añadió una larga carta, deslizó todo ello en un sobre enorme y sólido, lo pesó y fue en persona hasta correos para enviar la novela certificada.

Con el recibo bien guardado en su cartera, Ilya Borisovich se disponía a soportar con estoicismo semana tras semana de tensa espera. La respuesta de Galatov, sin embargo, llegó con una prontitud milagrosa: al quinto día.

«Querido Ilya Grigorievich,

Los editores están más que arrebatados con el material que nos ha enviado. Son pocas las veces en que hemos tenido ocasión de leer unas páginas en las que "el alma humana" aparezca inscrita con tanta claridad. Su novela llega al lector y le lleva a adoptar una expresión singular en su rostro, por parafrasear a Baratynski, el cantor de los despeñaderos finlandeses. Respira "amargura y también ternura". Algunas descripciones, como por ejemplo la del teatro, a principio del texto, compiten con imágenes análogas de algunos de nuestros clásicos, y en cierto sentido, incluso las superan. Y digo esto con plena conciencia de la "responsabilidad" que encierran mis palabras, Su novela habría sido un adorno genuino para nuestra revista.»

Tan pronto como Ilya Borisovich hubo recuperado la compostura, caminó en dirección al Tiergarten, en lugar de tomar un coche hasta su oficina, y se sentó en un banco del parque, dibujando arcos en el suelo pardo, pensando en su mujer y en cómo se hubiera alegrado con él en aquel momento. Después de un rato se fue a ver a Euphratski. Este estaba todavía en la cama, fumando. Analizaron juntos cada línea de la carta. Cuando llegaron a la última, Ilya Borisovich alzó mansamente los ojos y preguntó: «¿Dime, por qué crees que han escrito "habría sido" en lugar de "será"? ¿No se da cuenta de que estoy encantado de darles a ellos mi novela? ¿O es que se trata tan sólo de una fórmula estilística?».

—Me temo que hay otra razón —contestó Euphratski—. Sin duda, es un caso claro en el que tratan de ocultar algo por puro orgullo. De hecho, lo que ocurre es que la revista está a punto de cerrar, sí, me acabo de enterar. Los exiliados, como muy bien sabes, consumen todo tipo de basura y Arion está concebida en función de un público sofisticado. Bueno, sea como sea, ése es el resultado.

—Yo también he oído rumores —dijo muy perturbado jlya Borisovich—, pero pensé que no eran sino calumnias difundidas por la competencia, o por pura estupidez. ¿Existe la posibilidad de que no salga siquiera el segundo número? ¡Es horrible!

—No tienen dinero. La revista es una empresa desinteresada, idealista. Ese tipo de publicaciones, me temo, están llamadas

a desaparecer.

—¡Pero cómo puede ser posible! —exclamó Ilya Borisovich con un gesto de consternación y desamparo típicamente ruso.—. ¿No han aprobado mi novela, no quieren imprimirla?

—Sí, una desgracia —dijo con calma Euphratski—. Pero dime —y cambió rápidamente de tema.

Aquella noche Ilya Borisovich se puso a pensar en serio, dialogó con su yo más íntimo, y a la mañana siguiente llamó a su amigo para proponerle ciertas cuestiones de naturaleza financiera. Las respuestas de Euphratski eran indiferentes en tono, pero muy precisas en cuanto a su sentido. Ilya Borisovich lo meditó más y al día siguiente le hizo a Euphratski una oferta para que se la transmitiera a Arion. La oferta fue aceptada, e Ilya Borisovich transfirió a París una cierta suma de dinero. Como contestación recibió una carta con las más profundas expresiones de gratitud así como un comunicado en el que se confirmaba que el próximo, número de Arion saldría al mes siguiente. En la posdata se leía una curiosa petición.

«Permítanos que pongamos "una novela de Ilya Annenski", y no, como usted sugiere, de "I. Annenski"; en caso contrario quizá podría confundirse con El último cisne de Tsarskoe Selo, como lo llama Gumilyov

Ilya Borisovich contestó:

«Desde luego que sí. No tenía conocimiento de que existiera un escritor con tal nombre. Estoy encantado de que mi trabajo vea la luz. Por favor, tengan la amabilidad de enviarme cinco ejemplares de su revista en cuanto salga.»

(Pensaba en una prima suya ya anciana y en dos o tres amigos del trabajo. Su hijo no leía ruso.)

Y aquí comenzó un período que podríamos denominar la era del «por cierto». Ya fuera en una librería rusa o en una reunión de los Amigos Expatriados de las Artes, o sencillamente en la acera de una calle del Berlín Occidental, a uno lo abordaba amablemente («¿Cómo le va?») una persona a la que apenas conocía, un caballero amable y solemne, con gafas de concha y bastón, que entablaba conversación acerca de esto y de aquello, y que imperceptiblemente pasaba luego al tema de la literatura hasta que de repente decía: «Por cierto, mira lo que me ha escrito Galatov. Sí Galatov, el Yoys ruso».

Y entonces uno cogía la carta y leía:

«... más que arrebatados con... algunos de nuestros clásicos... un adorno genuino.»

«Se ha equivocado al escribir mi nombre», añadía Ilya Borisovich con una risita amable. «Ya sabe cómo son los escritores. ¡Unos distraídos! La revista saldrá en septiembre, tendrá ocasión de leer mi modesta obra.» Y volviendo a guardar la carta en su bolsillo se despedía de uno y con aire preocupado se iba corriendo de allí.

Los literatos fallidos, los periodistas de segunda y los corresponsales especiales de periódicos olvidados se mofaban de él con voluptuosidad salvaje. Con los mismos gritos con los que se tortura a un gato; con ese destello en la mirada que nace en los ojos de un hombre ya no joven y fracasado sexualmente, cuando cuenta un chiste particularmente sucio. Naturalmente, se reían a sus espaldas, pero lo hacían con la mayor naturalidad, haciendo caso omiso de la magnífica acústica de los lugares de chismorreo. Sin embargo, como era tan sordo al mundo como el urogallo en celo, probablemente no oyó el más mínimo comentario. Era como si hubiera florecido repentinamente, paseaba con su bastón en una actitud diferente, nueva, narrativa, empezó a escribir en ruso a su hijo, con una traducción alemana interlineal de la mayor parte de las palabras. En la oficina ya se sabía que I. B. Tal era no sólo una excelente persona sino un Schriftsteller, y algunos de sus colegas comenzaron a confiarle sus secretos amorosos para que los utilizara como temas de sus próximas obras. Hasta él, como si sintieran a su alrededor un cálido céfiro, empezó a acudir, por la puerta grande o por la de servicio, la abigarrada mendicidad del exilio. Las personalidades públicas se dirigían a él con respeto. No se podía negar: Ilya Borisovich había en verdad conseguido un aura de fama y estima. No había una sola fiesta en los medios cultivados rusos en la que su nombre no se mencionara. Cómo se mencionara, con quésorna, poco importa: lo que importa es el hecho, no el modo, dice la verdadera sabiduría.

A final de mes Ilya Borisovich hubo de abandonar la ciudad en viaje de negocios por lo que se perdió los anuncios de los periódicos rusos en los que se anunciaba la próxima publicación de Arion 2. Cuando volvió a Berlín, un gran paquete cúbico le esperaba en la mesa del vestíbulo. Sin quitarse siquiera el abrigo, abrió inmediatamente el paquete. Unos tomos rosas, gruesos, serios. Y, en la portada, ARION, en letras color púrpura. Seis ejemplares.

Ilya Borisovich intentó abrir uno; el libro crujía deliciosamente pero se negaba a abrirse. ¡Ciego, recién nacido! Lo intentó de nuevo, y percibió una ráfaga de versículos extraños, extraños. Intentó hojear la masa de páginas intonsas y consiguió distinguir el índice. Su mirada se aceleró discurriendo por encima de nombres y títulos, pero él no estaba allí, ¡él no estaba! El volumen consiguió cerrarse sobre sí mismo, aplicó toda su fuerza, y llegó al final de la lista, ¡nada! ¡Cómo era posible, Dios! ¡Imposible! Debían de haber omitido su nombre del índice por azar, a veces pasan esas cosas, a veces pasan. Ahora estaba en su despacho, y cogiendo el cortaplumas blanco, lo metió en la densa carne foliada del libro. Primero, claro está, Galatov, luego poesía, después dos relatos, de nuevo poesía, prosa luego, y finalmente nada sino trivialidades —panoramas generales, críticas y cosas así. Ilya Borisovich se vio acometido de repente por una sensación de fatiga y futilidad. Bien, no había nada que hacer. Quizá tuvieran demasiado material. Lo publicarían en el próximo número. ¡Con toda seguridad! Pero un nuevo período de espera... bueno, esperaré. Mecánicamente, pasaba y repasaba las páginas entre índice y pulgar. Buen papel. Bueno, al menos he sido de alguna ayuda. No puedo pretender que me publiquen a mí en lugar de a Galatov o... Y mientras se decía esto, abruptamente, saltó ante sus ojos y adquirió vida propia, como si fuera una danza rusa que frenéticamente avanzara, de salto en salto, la ristra cálida de sus palabras: «... su pecho juvenil, apenas formado... los violines seguían llorando... los dos números del guardarropa... la noche de primavera les esperaba...», y en el dorso, tan inevitable como lo es la continuación de los raíles del tren al salir del túnel: «El apasionado rugir del viento...».

—¡Pero cómo demontre no lo adiviné de inmediato! —exclamó Ilya Borisovich.

Se titulaba Prólogo a una novela. Lo firmaba «A. Ilyin», y entre paréntesis había un «Continuará». Un pasaje muy corto, tres páginas y media, pero ¡qué pasaje tan bonito! La obertura. Elegante. «Ilyin» es mejor que «Annenski». Podría haber dado lugar a confusión si hubieran puesto «Annenski». Pero ¿por qué Prólogo y no sencillamente Labios contra labios, capítulo primero? Oh, pero eso carece de importancia.

Releyó la pieza tres veces. Luego dejó a un lado la revista se puso a medir el estudio con sus pasos, silbando negligentemente como si no hubiera ocurrido nada: bueno, sí, había un libro esperando allí, un libro u otro... ¿a quién le importa? E inmediatamente se precipitó sobre el mismo y se releyó ocho veces seguidas. Luego fue a mirar su nombre «A. Ilyin, página 205» en el índice, encontró la página 205, y saboreando cada palabra, releyó su Prólogo. Se entretuvo en este juego durante bastante tiempo.

La revista reemplazó a la carta. Ilya Borisovich llevaba constantemente un ejemplar de Arion bajo el brazo y en cuanto se encontraba con cualquier conocido, abría el volumen en la página que se había acostumbrado a abrirse sola. Arion recibió su correspondiente reseña en la prensa. La primera de las reseñas no mencionaba en absoluto a Ilyin. La segunda decía: «Prólogo a una novela del señor Ilyin debe de ser, sin duda, una broma». La tercera observaba simplemente que Ilyin y otro eran nuevos en la revista. Finalmente, la cuarta (en un periodiquillo modesto y encantador que aparecía en algún lugar remoto de Polonia) decía lo siguiente: «La pieza de Ilyin nos atrae por su sinceridad. El autor describe el nacimiento del amor en un entorno con fondo musical. Entre las cualidades indudables de la pieza hay que mencionar su buen estilo». Se inició así una nueva era (después del período del «por cierto», y de la época de llevar la revista a todas partes); Ilya Borisovich sacaba la citada reseña de su cartera.

Era feliz. Compró seis ejemplares más. Era feliz. El silencio se explicaba fácilmente por la inercia, la crítica por la enemistad. Era feliz. «Continuará.» Y entonces, un domingo, se produjo una llamada telefónica de Euphratski: «Adivina», le dijo, «¿quién quiere verte? ¡Galatov! Sí, va a estar en Berlín por un par de días. Te lo pongo al aparato».

Una voz virgen para él se hizo con el teléfono. Una voz melosa, titubeante, persistente, narcótica. Concertaron una cita.

—Mañana a las cinco en mi casa —dijo Ilya Borisovich—. ¡Qué pena que no pueda venir esta noche!

—¡Una pena! —contestó la voz titubeante—, pero verá, mis amigos me han arrastrado a ver La pantera negra, una obra terrible, pero hace tanto tiempo que no he visto a mi querida Elena Dmitrievna.

Elena Dmitrievna Garina, una hermosa actriz ya madura, había llegado de Riga para montar un teatro de repertorio ruso en Berlín. El siguiente pase empezaba a las ocho y media. Después de una cena solitaria Ilya Borisovich miró de repente el reloj, sonrió maliciosamente, y tomó un taxi para ir al teatro.

El «teatro» era realmente una gran sala de conferencias, más que un teatro. La representación no había empezado todavía. Un cartel de aficionado mostraba a Garina reclinada sobre la piel de una pantera que había matado su amante, quien a su vez la iba a matar a ella poco después. En el frío vestíbulo se oía el crepitar de los acentos rusos. Ilya Borisovich abandonó el bastón, el hongo y el abrigo en manos de una señora mayor, pagó su entrada, que deslizó en el bolsillo del chaleco, y frotándose las manos complacido se puso a contemplar el vestíbulo. Junto a él, había un grupo de tres personas, un joven periodista a quien Ilya Borisovich conocía superficialmente, la esposa del joven (una dama angulosa con impertinentes) y un extraño personaje con un traje muy llamativo, de cutis muy pálido, con una barba negra, bellos ojos un tanto ovinos y una cadenilla de oro en torno a su peluda muñeca.

—Pero ¿por qué... por qué? —le decía la dama vivazmente—, ¿por qué lo publicasteis? Porque ya sabes...

—Deja ya de atacar a ese pobre desgraciado —replicó su interlocutor con una voz de barítono iridiscente—. Tienes razón, es una mediocridad sin esperanzas. Te lo concedo, pero evidentemente teníamos nuestras razones.

Añadió algo en voz baja y la dama, haciendo clic con sus impertinentes, le respondió indignada:

—Lo siento mucho, pero en mi opinión, si la única razón de que publiquéis lo que escribe es que os ayuda económicamente...

Doucement, doucement. No proclames a los cuatro vientos nuestros secretos editoriales.

Y al oír esto la mirada de Ilya Borisovich se cruzó con la del joven periodista, el marido de la dama angulosa, que instantáneamente se quedó helado, luego gimió algo ininteligible y se dispuso a empujar a su mujer fuera de allí, mientras que ella seguía hablando a voz en grito:

—A mí no me importa el maldito Ilyin, me preocupan las cuestiones de principio...

—A veces los principios han de ser sacrificados —dijo fríamente el petimetre de voz opalescente.

Pero Ilya Borisovich ya no les escuchaba. Veía todo como bajo una neblina, en un estado de angustia total, sin darse cuenta todavía del horror de lo que acababa de pasar, pero esforzándose instintivamente por iniciar una retirada lo más rápida posible de algo vergonzoso, odioso, intolerable; se dirigió primero hacia el lugar vago donde todavía se vendían butacas también vagas, pero luego, lo pensó mejor, y volvió abruptamente sobre sus pasos, dándose casi de bruces con Euphratski, que se dirigía rápidamente hacia él, camino del guardarropa.

Una mujer mayor de negro. El número setenta y nueve. Ahí abajo, tenía una prisa desesperada, ya había conseguido deslizar el brazo por la manga del abrigo, cuando Euphratski lo alcanzó, acompañado por el otro, el otro.

«Te presento a nuestro editor», dijo Euphratski, mientras Galatov, poniendo los ojos en blanco procurando por todos los medios que Ilya Borisovich no se diera cuenta de lo que pasaba, se le agarraba de la manga, como si quisiera ayudarle y le hablaba muy rápidamente: «Innokentiy Borisovich, ¿cómo está? Me alegro tanto de conocerlo personalmente. Una ocasión muy agradable. Déjeme que le ayude».

—Por Dios, déjenme solo —murmuró Ilya Borisovich, luchando a un tiempo con el abrigo y con Galatov—. Vayase. Repugnante. No puedo. Es repugnante.

—Ha sido un malentendido lamentable —intervino Galatov a toda velocidad.

—Déjenme solo —exclamaba Ilya Borisovich, liberándose de ellos; sacó su bombín del mostrador y salió, poniéndose el abrigo.

Mientras caminaba por la acera murmuraba incoherentemente todo tipo de cosas; luego extendió las manos: ¡se había olvidado el bastón!

Siguió caminando automáticamente, pero luego, al tropezarse con algo, se detuvo como si la cuerda del reloj se hubiera agotado.

Volvería a por el bastón una vez que hubiera empezado la representación. Debía esperar unos minutos.

Los coches seguían pasando por delante, tocaban las bocinas, la noche estaba clara, seca, engalanada con todo tipo de luces. Empezó a caminar despacio hacia el teatro. Pensó que era viejo, solitario, que sus alegrías eran escasas y que los ancianos deben pagar por sus placeres. Pensó que quizá incluso aquella noche, o en todo caso, mañana, Galatov iría a verle y le daría una explicación, una justificación, todo tipo de excusas. Sabía que debía perdonárselo todo, de otra manera el «Continuará» nunca se materializaría. Y también se dijo que después de su muerte todos reconocerían su estatura, y recordó, como en un montoncillo menudo, todas las migajas de alabanza que había recibido últimamente, y muy despacio, se puso a caminar arriba y abajo hasta que pasaron unos minutos. Después, volvió a por su bastón.