sábado, 27 de noviembre de 2010

Jean-Paul Sartre

Sartre, Jean-Paul, La Náusea (1946), Buenos Aires, Losada, 1966.

Traducción de Aurora Bernárdez.

 

Lunes

“(...) No necesito hacer frases. Escribo para poner en claro ciertas circunstancias. Desconfiar de la literatura. Hay que escribirlo todo al correr de la pluma, sin buscar las palabras”.

Lunes

“(...) Dan las cuatro. Hace una hora que estoy aquí, en la silla, con los brazos colgando. Comienza a oscurecer. Fuera de esto nada ha cambiado en el cuarto: el papel blanco sigue en la mesa, al lado de la estilográfica y el tintero... Pero nunca más escribiré en la hoja empezada. Nunca más me dirigiré por la calle des Mutilés y el boulevar de la Redoute a la biblioteca para consultar los archivos.

Tengo ganas de dar un salto y salir, tengo ganas de hacer cualquier cosa para aturdirme. Pero bien sé lo que me sucederá si levanto un dedo, si no me estoy absolutamente tranquilo. No quiero que eso me suceda todavía. Siempre demasiado pronto. No me muevo; leo maquinalmente, en la hoja del block, el párrafo que dejé inconcluso:

‹‹Se difundieron de intento los más siniestros rumores. M. de Rollebon debió de caer en el lazo, pues escribió a su sobrino, con fecha trece de septiembre, que acababa de redactar su testamento››.

El gran asunto Rollebon ha terminado, como una gran pasión. Habrá que buscar otra cosa. Hace unos años, salí de un sueño, me desperté. Después soñé de nuevo: vivía en la corte de los zares, en viejos palacios tan fríos que en invierno se formaban estalactitas de hielo encima de las puertas. Hoy me despierto frente a un block de papel blanco. Los blandones, las fiestas glaciales, los uniformes, los bellos hombros temblorosos han desaparecido. En su lugar algo en el cuarto tibio, algo que no quiero ver.

M. de Rollebon era mi socio: él me necesitaba para ser, y yo lo necesitaba para no sentir mi ser. Yo proporcionaba la materia bruta, esa materia bruta que tenía para la reventa, con la cual no sabía qué hacer: la existencia, mi existencia. Su parte era representar. Permanecía frente a mí y se había apoderado de mi vida para representarme la suya, Yo ya no me daba cuenta de que existía, ya no existía en mí sino en él; por él comía, por él respiraba, cada uno de mis movimientos tenía sentido fuera, allí, justo frente a mí en él; ya no veía mi mano trazando las letras en el papel, ni siquiera la frase que había escrito; detrás, más allá del papel, veía al marqués que había reclamado este gesto, cuya existencia consolidaba este gesto. Yo era sólo un medio de hacerlo vivir, él era mi razón de ser, me había librado de mí. ¿Qué haré ahora?

Sobre todo no moverse, no moverse... ¡Ah!

No puedo contener ese encogimiento de hombros...

La cosa, que aguardaba, me ha dado la voz de alarma, me ha caído encima, se escurre en mí, estoy lleno de ella. La Cosa no es nada: la Cosa soy yo. La existencia liberada, desembaraada, refluye sobre mí. Existo.

Existo. Es algo tan dulce, tan dulce, tan lento. Y leve; como si se mantuviera solo en el aire. Se mueve. Por todas partes, roces que caen y se desvanecen. Muy suave, muy suave. Tengo la boca llena de agua espumosa. La trago, se desliza por mi garganta, me acaricia y renace en mi boca. Hay permanentemente en mi boca un charquito de agua blancuzca —discreta— que me roza la lengua. Y este charco también soy yo. Y la lengua. Y la garganta soy yo.

Veo mi mano que se extiende en la mesa. Vive, soy yo. Se abre, los dedos se despliegan y apuntan. Está apoyada en el dorso. Me muestra su vientre gordo. Parece un animal boca arriba. Los dedos son las patas. Me divierto haciéndolos mover muy rápidamente, como las patas de un cangrejo que ha caído de espaldas. El cangrejo está muerto, las patas se encogen, se doblan sobre el vientre de mi mano. Veo las uñas, la única cosa mía que no vive. Y de nuevo, mi mano se vuelve, se extiende boca abajo, me ofrece ahora el dorso. Un dorso plateado, un poco brillante, como un pez, si no fuera por los pelos rojos en el nacimiento de las falanges. Siento mi mano. Yo soy esos dos animales que se agitan en el extremo de mis brazos. Mi mano rasca una de sus patas con la uña de otra pata; siento su peso sobre la mesa, que no es yo. Esa impresión de peso es larga, larga, no termina nunca. No hay razón para que termine. Al final es intolerable... Retiro la mano, la meto en el bolsillo. Pero siento enseguida, a través de la tela, el calor del muslo. De seguido hago saltar la mano del bolsillo; la dejo colgando contra el respaldo de la silla. Ahora siento su peso en el extremo de mi brazo. Tira un poco, apenas, muellemente, suavemente; existe. No insisto; dondequiera que la mera continuará existiendo y yo continuaré sintiendo que existe; no puedo suprimirla ni suprimir el resto de mi cuerpo, el calor húmedo que ensucia mi camisa, no toda esta grasa cálida que gira perezosamente como si la revolvieran con la cuchara, ni todas las sensaciones que se pasean aquí dentro, que van y vienen, suben desde mi costado hasta la axila, o bien vegetan dulcemente, de la mañana a la noche, en su rincón habitual.

Me levanto sobresaltado; si por lo menos pudiera dejar de pensar, ya sería mejor. Los pensamientos son lo más insulso que hay. Más insulso aún que la carne. Son una cosa que ese estira interminablemente, y dejan un gusto raro. Y además, dentro de los pensamientos están las palabras, las palabras inconclusas, las frases esbozadas que retornan sin interrupción: ‹‹Tengo que termi... yo ex... Muerto... M. de Roll ha muerto... No soy... Yo ex... ›› Sigue, sigue, y no termina nunca. Es peor que lo otro, porque me siento responsable y cómplice. Por ejemplo, yo alimento esta especie de rumia dolorosa: existo. Yo. El cuerpo, una vez que empezado, vive solo. Pero soy yo quien continúa, quien desenvuelve el pensamiento. Existo. Pienso que existo. ¡Oh, qué larga serpentina es esa sensación de existir! Y la desenvuelvo muy despacito... ¡Si pudiera dejar de pensar! Intento, lo consigo: me parece que la cabeza se me llena de humo... y vuelve a empezar: ‹‹Humo... no pensar... No quiero pensar. No tengo que pensar que no quiero pensar. Porque es un pensamiento››. ¿Entonces no se acabará nunca?

Yo soy mi pensamiento, por eso no puedo detenerme. Existo porque pienso... y no puedo dejar de pensar. En este mismo momento —es atroz— si existo es porque me horroriza existir. Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro; el odio, el asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la existencia. Los pensamientos nacen a mis espaldas, como vértigo, los siento nacer detrás de mi cabeza..., si cedo se situarán aquí delante, entre mis ojos, y sigo cediendo, y el pensamiento crece, crece, y ahora, inmenso, me llena por entero y renueva mi existencia.

Mi saliva está azucarada, mi cuerpo tibio; me siento insulso. Mi cortaplumas está sobre la mesa. Lo abro. ¿Por qué no? De todos modos, así introduciría algún cambio. Apoyo la mano izquierda en el anotador y me asesto un buen navajazo en la palma. El movimiento fue demasiado nervioso; la hoja se ha deslizado, la herida es superficial. Sangra. ¿Y qué? ¿Qué es lo que ha cambiado? Sin embargo, miro con satisfacción en la hoja blanca, a través de las líneas que tracé hace un rato, ese charquito de sangre que por fin ha cesado de ser yo. Cuatro líneas en una hoja blanca, una mancha de sangre: es un hermoso recuerdo. Tendré que escribir encima: ‹‹Ese día renuncié a escribir un libro sobre el marqués de Rollebon››.

¿Me curaré la mano? Vacilo. Miro el ligero fluir monótono de la sangre. Justamente ahora se coagula. Se acabó. Mi piel parece enmohecida alrededor del tajo. Debao de la piel sólo queda una pequeña sensación semejante a las otras, quizá más insulsa todavía.

Dan las cinco y media. Me levanto, la camisa fría se me pega a la carne. Salgo. ¿Por qué? Bueno, porque tampoco tengo razones para no hacerlo. Aunque me quede, aunque me acurruque en silencio en un rincón, no me olvidaré. Estaré allí, pasaré sobre el piso. Soy.

Compro un diario al pasar. Sensacional. ¡Fue hallado el cuerpo de la pequeña Lucienne! Olor a tinta, el papel se aja entre mis dedos. El innoble individuo ha huido. La niña fue violada. Hallaron su cuero, sus dedos crispados en el barro. Estrujo el papel con mis dedos crispados; olor a tinta. Dios mío, con qué fuerza existen hoy las cosas. La pequeña Lucienne fue violada. Estrangulada. Su cuerpo, su carne magullada, existen aún. Ella ya no existe. Sus manos. Ella ya no existe. Las casas. Camino entre las casas, estoy entre las casas, muy derecho en el pavimento; el pavimento existe bajo mis pies, las cosas vuelven a cerrarse sobre mí, como el agua se cierra sobre mí, sobre el papel arrugado, soy. Soy, existo, pienso, luego soy; soy porque pienso, ¿por qué pienso? No quiero pensar más, soy porque pienso que no quiero ser, pienso que... porque... ¡puf! Huyo, el innoble individuo ha huido, su cuerpo violado. Ella sintió esa otra carne que se deslizaba en la suya. Yo..., ahora yo. Violada. Un dulce deseo sangriento de violación me atrapa por detrás, dulcemente, por detrás de las orejas, las orejas corren tras de mí, el pelo rojo, el pelo es rojo en mi cabeza, hierba mojada, hierba rojiza, ¿también soy yo? ¿Y el diario también soy yo? Sujetar el diario, existencia junto a existencia, las cosas existen unas junto a otras, suelto el diario. La casa surge, existe frente aí; camino a lo largo de la pared; existo a lo largo de la pared, existo frente a la pared, un paso, el muro existe frente a mí, uno, dos, detrás de mí, el muro está detrás de mí, un dedo que rasca en mi calzoncillo, rasca, rasca y saca el dedo de la niña manchado de barro en mi dedo que salía del arroyo barroso y vuelve a caer despacito, despacito, se ablanda, rascaba con menos fuerzas; los dedos de la niña a la que estaban estrangulando, innoble individuo, rascaban con menos fuerza el barro, la tierra, el dedo se desliza despacito, primero cae la cabeza, caricia caliente contra mi muslo; la existencia es blanda y rueda y se zarandea, yo me zarandeo entre las casas, soy, existo, pienso, luego me zarandeo, soy, la existencia es una caída acabada, no caerá, caerá, el dedo rasca en un tragaluz, la existencia es una imperfección. El señor. El señor guapo existe. El señor siente que existe. No, el señor guapo que pasa, orgulloso y dulce como un volúbilis, no siente que existe. Expandirse; me duele la mano cortada, existe, existe, existe. El señor guapo existe. Legión de Honor existe, bigote, eso es todo; qué felicidad ser tan sólo la cinta de la Legión de Honor y un bigote, y el resto nadie lo ve, él ve los dos cuerpos puntiagudos de su bigote. No ve ni su cuerpo magro ni sus grandes pies; hurgando en el fondo del pantalón se descubriría un par de gomitas grises. Tienen la cinta de la Legión de Honor, los Cochinos tienen derecho a existir: ‹‹existo porque es mi derecho››: Yo tengo derecho a existir, luego tengo derecho a no pensar; el dedo se levanta. ¿Acaso voy...? ¿Acariciar entre las sábanas blancas desplegadas la carne desplegada que cae otra vez, dulce, tocar los trasudores florecidos de las axilas, los elixires y los licores y las fluorescencias de la carne, entrar en la existencia del otro, en las mucosas rojas, hasta el pesado, dulce olor de existencia, sentirme existir entre los dulces labios mojados, los labios rojos de sangre pálida, los labios palpitantes que bostezan todos mojados de existencia, todos mojados de un pus claro entre los labios mojados, azucarados, que lagrimeas como ojos? Mi cuerpo de carne que vive, la carne que bulle, da vueltas, vueltas, vueltas, el agua dulce y azucarada de mi carne, la sangre de mi mano, me duele mi carne magullada que da vueltas, camino, camino, huyo, soy un innoble individuo de carne magullada, magullada de existencia entre estas paredes. Tengo frío, doy un paso, tengo frío, un paso, doblo a la izquierda, doblo a la izquierda, él piensa que dobla a la izquierda, loco, ¿estoy loco? Dice que tiene miedo de estar loco, la existencia, ¿ves, pequeño, en la existencia?, se detiene, el cuerpo se detiene, piensa que se detiene, ¿de dónde viene? ¿Qué hace? Prosigue, tiene miedo, mucho miedo, innoble individuo, el deseo como bruma, el deseo, el asco, dice que está asqueado de existir, ¿está asqueado?, fatigado de estar asqueado de existir. Corre. ¿Qué espera? ¿Corre para escapar, para arrojarse en el dique? Corre, el corazón, el corazón que late es una fiesta, el corazón existe, las piernas existen, el aliento existe, existe corriendo, alentando, latiendo blanda, suavemente, él se sofoca, me sofoco, dice que se sofoca; la existencia toma mis pensamientos por detrás y dulcemente los abre por detrás; meatrapan por detrás, me obligan por detrás a pensar, luego a ser algo, detrás de mí alguien me alienta en ligeras burbujas de existencia, él es burbuja de bruma de deseo, está pálido en el espejo como un muerto, Rollebon está muerto, Antoine Roquetin no está muerto, desvanecerme: dice que quisiera desvanecerse, corre, corre al hurón (por detrás) por detrás, por detrás, la pequeña Lucienne asaltada por detrás, violada por la existencia por detrás, él pide gracias, le da vergüenza pedir gracia, piedad socorro, socorro, luego existo, entra en el Bar de la Marine, los pequeños espejos del pequeño burdel, está pálido en los pequeños espejos del pequeño burdel el alto pelirrojo blando que se deja caer en el asiento, el pick-up funciona, existe, todo gira, existe el pick-up, el corazón late; girad, girad licores de la vida, girad jaleas, jarabes de mi carne, dulzuras... el pick-u:

When the mellow moon begin to bean

Every night I dream a little dream

La voz, grave y ronca, aparece bruscamente y el mundo, el mundo de las existencias, se desvanece. Una mujer de carne ha tenido esta voz, ha cantado delante de un disco, con su mejor ropa, y su voz quedaba registrada. La mujer, ¡bah!, existía como yo, como Rollebon; no tengo ganas de conocerla. Pero hay esto. No se puede decir que exista. El disco que gira existe, el aire golpeado por la voz que vibra, existe, la voz que impresionó el disco existió. Yo que escucho, existo. Todo está lleno, existencia en todas partes, densa y pesada y dulce. Pero más llá de toda esta dulzura, inaccesible, muy cercano, tan lejos, ¡ay!, joven despiadado y sereno está ese... ese rigor.

Martes

Nada. He existido”.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Albert Camus

Camus, Albert, El extranjero, Buenos Aires, Emecé, 1964.

Traducción a cargo de Bonifacio del Carril..  

 

“Todo fue muy rápido después. La audiencia se levantó. Al salir del Palacio de Justicia para subir al coche reconocí en un breve instante el olor y el color de la noche de verano. En la oscuridad de la cárcel rodante encontré uno por uno, surgidos de lo hondo de mi fatiga, todos los ruidos familiares de una ciudad que amaba y de cierta hora en la que me ocurría sentirme feliz. El grito de los vendedores de diarios en el aire calmo de la tarde, los últimos pájaros en la plaza, el pregón de los vendedores de emparedados, la queja de los tranvías en los recodos elevados de la ciudad y el rumor del cielo antes de que la noche caiga sobre el puerto, todo esto recomponía para mí un itinerario de ciego, que conocía bien antes de entrar en la cárcel. Sí, era la hora en la que, hace ya mucho tiempo, me sentía contento. Entonces me esperaba siempre un sueño ligero y sin pesadillas. Y sin embargo, había cambiado, pues a la espera del día siguiente fue la celda lo que volví a encontrar. Como si los caminos familiares trazados en los cielos de verano pudiesen conducir tanto a las cárceles como a los sueños inocentes.”
 
 

sábado, 6 de noviembre de 2010

Robert Louis Stevenson

Stevenson, Robert Louis, “Los libros que han influido en mí”, Juego de niños y otros ensayos - A propósito de Stevenson y su obra, Editorial Norma, Bogotá, 1990. Traducción de Iván Hernández.
 


Fragmento de “Los libros que han influido en mí”:
 
“El don de la lectura, como lo he llamado, no es común, ni generalmente comprendido. Consiste, primero que todo, en una vasta cualidad intelectual —una gracia, creo que debo llamarla— mediante la cual un hombre comprende que no está absolutamente en lo cierto, ni que aquellos de quienes difiere están absolutamente en el error. Puede sostener dogmas, puede defenderlos apasionadamente; puede ver que otros los defienden con frialdad, o diferentemente, o definitivamente no los defienden. Pues bien, si tiene el don de la lectura, los dogmas ajenos pueden ser sustanciosos para él. Verá el otro lado de las proposiciones, el otro lado de las virtudes; lo cual, aunque no supone abandonar sus dogmas, puede permitirle considerarlos diferentemente, incluso llegar a algunas deducciones. Una verdad humana, que es siempre en alguna medida una mentira, esconde mucho de la vida al exponérsela. Son los hombres que defienden otras verdades, o, quizás, según nuestro parecer, peligrosas mentiras, quienes pueden ampliar nuestro reducido campo de conocimiento y despertar nuestras conciencias dormidas; algo que parece completamente novedoso, insolentemente falso o muy peligroso, es la prueba de un buen lector. Si trata de comprender su significado, la verdad que lo redime, tiene el talento y debe, pues, leer. Si solo lo hiere, lo ofende, o clama contra las tonterías del autor, mejor que se ocupe de los periódicos; jamás será un lector.”