Dardo Scavino exploró en los relatos de la independencia hispanoamericana para reconstruir el “fervor contradictorio” de los criollos, tan deseosos de reclamar la herencia de los españoles como de marcar su diferencia con los otros habitantes del suelo americano. Narraciones de la independencia combina el rigor en la lectura de los documentos históricos con un ameno abordaje para un público amplio, en tiempos de reflexión bicentenaria.
Por Enrique Foffani
Página 12 - Radar libros (23/05/10)
En consonancia con la conmemoración del Bicentenario, el libro de Dardo Scavino ofrece, sin embargo, una disonancia: bucear en los pliegues del “fervor contradictorio” desde el interior de las narraciones de la independencia americana a comienzos del siglo XIX y su incidencia hasta el presente. La nominación entrecomillada pertenece a Octavio Paz pero tanto el uso singular del artículo indeterminado (un fervor contradictorio) como la raigambre foucaultiana del concepto “arqueología” permitirían avizorar, desde el comienzo, la fidelidad a un método de lectura crítica que no habrá de apartarse ni distraerse nunca del propósito trazado: la pesquisa de la arché de las revoluciones y las independencias, aquello que funciona como fundamento de lo que son: relatos, fábulas, es decir, narraciones que poseen sus propias reglas de narrar, que apelan o marginan a los destinatarios de esas historias, que se narran a partir de una peripecia determinada, que se aprovechan tanto de los recursos retóricos como de las posibilidades de la enunciación. Una buena traducción del subtítulo del libro podría ser: acerca de la arqueología de una identidad ambivalente como la del criollo cuyo epicentro parece radicar (y el tema de las raíces genealógicas no es aquí menor) en los intereses que lo afectan, de allí que la suya se presente como una mentalidad ambidextra, que juega a dos puntas y concreta, en esa dualidad, la hegemonía política en la historia hispanoamericana.
Es lo que Scavino, parafraseando a Freud, denomina la “novela familiar del criollo”: la historia de una minoría descendiente de los españoles conquistadores, la cual, a partir de cierto momento, ve negados sus derechos legítimos a la riqueza que merecen en calidad de herederos (ius sanguinis o derecho de sangre) y hace valer en consecuencia, al sentirse ninguneados por el poder de la metrópolis, el otro derecho (ius soli o derecho de suelo). El conflicto es, también, jurídico: fluctúa entre la identificación con los otros (indios, negros) igualados por haber nacido en suelo americano y la identificación con los españoles, de quienes los criollos obtendrán al fin por el derecho de sangre no sólo prosapia sino también la propiedad sobre los bienes y sobre todo: el poder.
La primera de estas identificaciones da lugar precisamente a la otra narración, que Scavino denomina la “epopeya popular americana”: aquella que concibe la conquista como una usurpación y violación de los derechos y fraterniza con los otros conquistados, es decir con los oprimidos y los vencidos. Tal como lo describe el autor del libro, “los criollos ocupan dos lugares a la vez (...) en una narración formaban parte de un pueblo; en otra, de un clan apenas. Aunque ambas narraciones son hispano-americanas, cada una parece privilegiar una mitad del gentilicio”. Pero la novela familiar del criollo enseguida muestra que es el relato de sus intereses que sabemos muy bien, en la era del capitalismo, cómo funcionan: como la regencia de lo político y lo económico que articulará la noción de hegemonía. Justamente cuando la Historia ofrece la abdicación del rey en el sentido del regente de la monarquía, es esta misma vacancia la que hace posible la revolución, aun cuando para muchos –como para Alberdi por ejemplo– sea un acontecer inconcluso que obtendría su completud en el futuro. El principio de la secularización está a la vista: ante una regencia vacía, otra ocupará su lugar: la hegemonía política de los criollos. No obstante el áureo instante de la revolución mientras ésta se despliega en el durante del acontecer, el litigio (Scavino lo llama antagonismo) será el núcleo de la identidad criolla, analizada en este libro como el desarrollo de sus variaciones a lo largo de dos siglos. Así, de manera magistral, el arte de narrar y los procesos de enunciación aportan saberes y estrategias bastante fructíferos a la hora de abordar críticamente las fábulas de la Revolución/Independencia: durante, antes y después son las tres temporalidades que acompasan ese gran acontecimiento que sigue repercutiendo aún hoy. Y Scavino se encarga de que el lector descubra el valor de estas fabulaciones y se percate, por su propio raciocinio, de su potencial social, ya que aquéllas están más cerca del mito que de la realidad de los hechos. A partir de una lectura inteligente de Sorel, hay que entender estas fábulas de la independencia de manera paradójica, esto es, como fábulas que generan una relación de dependencia: los sujetos no pueden vivir sin estos relatos, son sus adictos, porque se trata de convicciones amasadas en los mitos del pueblo, que poseen la fuerza de lo simbólico entendido como lo imaginario efectivizado. Partiendo de Sorel, Scavino vuelve como un arqueólogo a Marx y es muy claro cuando describe el valor de estas narraciones: “Marx tenía razón cuando comparaba a la religión con la adicción a los narcóticos. Sólo le hubiese faltado añadir que estas convicciones no se limitan a la creencia en alguna divinidad y que los sujetos humanos no pueden vivir sin ellas”.
En primer lugar, hay que decir que el libro de Scavino no adhiere al fervor de las efemérides efímeras que pasan sin pena ni gloria y dejan todo en el mismo lugar –el del altar secularizado del monumento donde viven su sobrevida inalterable los próceres patrios–, más bien descoloca las verdades instauradas y demuestra que a veces el fervor es contradictorio, fluctuante. Ahondar allí es abrir el camino a la lucidez cuando ésta ilumina un territorio que antes no era reconocido como tal. Pasión democrática que nunca se olvida para quiénes escribe lo que escribe: es raro encontrar en estos tiempos una prosa como ésta que interesa tanto al intelectual como al lector común y que es capaz de explicar con claridad lecciones hegelianas y nociones lacanianas bastante complejas. En segundo lugar, tanto el catálogo de autores analizados, imposibles de agotar en esta nota (desde Carlos de Sigüenza y Góngra, Fray Servando Teresa de Mier, Espinosa Medrano, Bolívar, Vitoria, a Sarmiento, Alberdi, Lugones, Murena) como el de los pensadores de sus apartados (que denomina “excursus” y son cuatro: Hegel, Sorel, Levi-Strauss y Vitoria) y el de los poetas (Bello, Olmedo, Torres Caicedo, González Prada, Neruda, Adoum) conforman la densa trama de fábulas de los dos siglos en los que se gestan sus variaciones seculares. En esta dirección el lector puede descubrir los múltiples vasos comunicantes, las filiaciones, las continuidades y discontinuidades que dan solidez a este cuerpo de relatos. En tercer lugar, se trata de un libro que dialoga con muchos otros que tratan el mismo tema desde otras perspectivas de análisis pero dentro de lo que podríamos llamar el ámbito del latinoamericanismo, entre los cuales citamos dos excelentes libros: el del chileno Jaime Concha, La sangre y las letras y, el de la argentina Elena Altuna, Retórica del desagravio. Estudios de cultura colonial peruana. Por último, una de las reflexiones más provocativas a nuestro juicio reside en el hecho de que estas narraciones de la independencia (no por azar dedicadas expresamente a la memoria de dos grandes pensadores de la relación entre cultura y política como lo fueron Nicolás Rosa y Oscar Terán) pueden leerse nítidamente en el texto del presente: “Doscientos años después de las revoluciones de la independencia que suprimieron el pongo, el yanoconazgo y la mita, las mismas poblaciones se encargan de limpiar las casas de los criollos, de cultivar y cosechar sus campos y de internarse en sus minas”.
Es lo que Scavino, parafraseando a Freud, denomina la “novela familiar del criollo”: la historia de una minoría descendiente de los españoles conquistadores, la cual, a partir de cierto momento, ve negados sus derechos legítimos a la riqueza que merecen en calidad de herederos (ius sanguinis o derecho de sangre) y hace valer en consecuencia, al sentirse ninguneados por el poder de la metrópolis, el otro derecho (ius soli o derecho de suelo). El conflicto es, también, jurídico: fluctúa entre la identificación con los otros (indios, negros) igualados por haber nacido en suelo americano y la identificación con los españoles, de quienes los criollos obtendrán al fin por el derecho de sangre no sólo prosapia sino también la propiedad sobre los bienes y sobre todo: el poder.
La primera de estas identificaciones da lugar precisamente a la otra narración, que Scavino denomina la “epopeya popular americana”: aquella que concibe la conquista como una usurpación y violación de los derechos y fraterniza con los otros conquistados, es decir con los oprimidos y los vencidos. Tal como lo describe el autor del libro, “los criollos ocupan dos lugares a la vez (...) en una narración formaban parte de un pueblo; en otra, de un clan apenas. Aunque ambas narraciones son hispano-americanas, cada una parece privilegiar una mitad del gentilicio”. Pero la novela familiar del criollo enseguida muestra que es el relato de sus intereses que sabemos muy bien, en la era del capitalismo, cómo funcionan: como la regencia de lo político y lo económico que articulará la noción de hegemonía. Justamente cuando la Historia ofrece la abdicación del rey en el sentido del regente de la monarquía, es esta misma vacancia la que hace posible la revolución, aun cuando para muchos –como para Alberdi por ejemplo– sea un acontecer inconcluso que obtendría su completud en el futuro. El principio de la secularización está a la vista: ante una regencia vacía, otra ocupará su lugar: la hegemonía política de los criollos. No obstante el áureo instante de la revolución mientras ésta se despliega en el durante del acontecer, el litigio (Scavino lo llama antagonismo) será el núcleo de la identidad criolla, analizada en este libro como el desarrollo de sus variaciones a lo largo de dos siglos. Así, de manera magistral, el arte de narrar y los procesos de enunciación aportan saberes y estrategias bastante fructíferos a la hora de abordar críticamente las fábulas de la Revolución/Independencia: durante, antes y después son las tres temporalidades que acompasan ese gran acontecimiento que sigue repercutiendo aún hoy. Y Scavino se encarga de que el lector descubra el valor de estas fabulaciones y se percate, por su propio raciocinio, de su potencial social, ya que aquéllas están más cerca del mito que de la realidad de los hechos. A partir de una lectura inteligente de Sorel, hay que entender estas fábulas de la independencia de manera paradójica, esto es, como fábulas que generan una relación de dependencia: los sujetos no pueden vivir sin estos relatos, son sus adictos, porque se trata de convicciones amasadas en los mitos del pueblo, que poseen la fuerza de lo simbólico entendido como lo imaginario efectivizado. Partiendo de Sorel, Scavino vuelve como un arqueólogo a Marx y es muy claro cuando describe el valor de estas narraciones: “Marx tenía razón cuando comparaba a la religión con la adicción a los narcóticos. Sólo le hubiese faltado añadir que estas convicciones no se limitan a la creencia en alguna divinidad y que los sujetos humanos no pueden vivir sin ellas”.
En primer lugar, hay que decir que el libro de Scavino no adhiere al fervor de las efemérides efímeras que pasan sin pena ni gloria y dejan todo en el mismo lugar –el del altar secularizado del monumento donde viven su sobrevida inalterable los próceres patrios–, más bien descoloca las verdades instauradas y demuestra que a veces el fervor es contradictorio, fluctuante. Ahondar allí es abrir el camino a la lucidez cuando ésta ilumina un territorio que antes no era reconocido como tal. Pasión democrática que nunca se olvida para quiénes escribe lo que escribe: es raro encontrar en estos tiempos una prosa como ésta que interesa tanto al intelectual como al lector común y que es capaz de explicar con claridad lecciones hegelianas y nociones lacanianas bastante complejas. En segundo lugar, tanto el catálogo de autores analizados, imposibles de agotar en esta nota (desde Carlos de Sigüenza y Góngra, Fray Servando Teresa de Mier, Espinosa Medrano, Bolívar, Vitoria, a Sarmiento, Alberdi, Lugones, Murena) como el de los pensadores de sus apartados (que denomina “excursus” y son cuatro: Hegel, Sorel, Levi-Strauss y Vitoria) y el de los poetas (Bello, Olmedo, Torres Caicedo, González Prada, Neruda, Adoum) conforman la densa trama de fábulas de los dos siglos en los que se gestan sus variaciones seculares. En esta dirección el lector puede descubrir los múltiples vasos comunicantes, las filiaciones, las continuidades y discontinuidades que dan solidez a este cuerpo de relatos. En tercer lugar, se trata de un libro que dialoga con muchos otros que tratan el mismo tema desde otras perspectivas de análisis pero dentro de lo que podríamos llamar el ámbito del latinoamericanismo, entre los cuales citamos dos excelentes libros: el del chileno Jaime Concha, La sangre y las letras y, el de la argentina Elena Altuna, Retórica del desagravio. Estudios de cultura colonial peruana. Por último, una de las reflexiones más provocativas a nuestro juicio reside en el hecho de que estas narraciones de la independencia (no por azar dedicadas expresamente a la memoria de dos grandes pensadores de la relación entre cultura y política como lo fueron Nicolás Rosa y Oscar Terán) pueden leerse nítidamente en el texto del presente: “Doscientos años después de las revoluciones de la independencia que suprimieron el pongo, el yanoconazgo y la mita, las mismas poblaciones se encargan de limpiar las casas de los criollos, de cultivar y cosechar sus campos y de internarse en sus minas”.
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