jueves, 10 de junio de 2010

Miguel Briante, "El embudo".


Briante, Miguel, Las hamacas voladoras y otros cuentos, Buenos Aires, Página 12.

Porque todo empezó al subir al colectivo, cuando los dos hombres que habían subido detrás de mí se pararon al lado de mi asiento, y uno de ellos, el policía, dijo: haga pasar a ese hombre. Y yo obedecí. Yo, que generalmente suelo exaltarme cuando me hablan en tono autoritario, y protesto. Oscuro, un poco sombrío, el hombre se acomodó en el asiento: sus ojos ya no se apartaron de las casas que, tras la ventanilla, se deslizaban con velocidad. Y lo extraño es que el policía, en vez de sentarse, se ha quedado en el pasillo: una mano afirmándose en el asiento de adelante; la otra, en el respaldo del mío, haciendo que su brazo roce mi hombro; su cuerpo choca con mi costado en cada sacudida. Y en el momento en que yo me preguntaba qué ocurría, verdaderamente, he sentido otra vez que eso está al fondo, donde el camino cumple su misión de embudo. Al fondo y ahora aquí. Veo figuras que caminan por senderos abiertos entre los árboles, marcados en el pasto, y a mi alrededor crecen los pabellones altos, silenciosos, con techos de chapa y paredes sucias, gastadas; y entre los pinos hay un susurro tenebroso, inquietante, como una voz humana quejándose en la altura. Mientras, las figuras sombrías, lerdamente, continúan pasando, o permanecen recostadas contra las paredes, mirándome, aceptándome como si yo no fuera un extraño, repitiendo todas un solo gesto, tenazmente, un gesto terrible y a la vez simple, pero maniático, inacabable como los de un autómata descompuesto: alzando voces que se unen; gritando confusamente algo que no logro entender pero que se acerca y me envuelve, familiar, reconocible, como un llamado. Como un sueño. Un pesado sueño del que apenas logro salvarme con esfuerzo, tratando de mantener los ojos abiertos -aunque no sé, en realidad, si los he tenido cerrados-, de aferrarme con la vista a esas cosas concretas que son los asientos del colectivo, las manos de la gente, el uniforme del policía, ese rostro quieto. El conductor con la vista clavada en el camino, hacia adelante. Mientras el colectivo avanza despacio: lucha con el calor, con esa selva que inventa el sol, desparramándose sobre el asfalto, sobre los rostros que se tienden a morder la soledad, allá al fondo; en ese lugar que no conozco, entre los árboles. Nos acercamos y da risa, o rabia -al cruzar unas vías mientras un largo cerco se pierde, al costado-, ver a todos estos tipos, tambaleándose adentro, como péndulos, sobre sus asientos, tratando de que no se les caigan las valijas y los bolsones. Apretando. Da risa, también (aunque no sé cómo, por qué), y rabia, ver sus caras solemnes: llenas de importancia. Cuando uno está adentro, digo: cuando alguien está definitivamente adentro, del otro lado, ya no le importa nada esa visita semanal, ese dispersarse rutinario de camisetas limpias, de cigarrillos, de medias remendadas. Ellos están ahí, en el fondo, recostados en las paredes o tendidos en el pasto. No esperan nada. Salvo cuando uno sabe que todavía no terminó de cruzar, no está del otro lado, y entonces sí piden ayuda, gritan, ahora mismo estarán gritando, ahora mismo o dentro de un rato estarán gritando saquenmé, saquenmé, por favor, pidiendo que me salven mientras todos estos imbéciles, sordos, avanzan como un ejército de salvación, de humanidad, con ese mismo gesto de importancia dirigido hacia mí, mirándome ahora, como si yo hubiera hecho un ruido, mientras el policía me ruega que me calle. Como si hubiese gritado.
Hasta el hombre de rostro oscuro me ha mirado. Después, ha vuelto a achatarse contra la ventanilla, bajo la mirada del policía que sigue ahí, también él importante, vigilando. Los ojos prepotentes; los labios apretados, obligando al otro a mantener la vista baja, como atemorizado. El policía me mira y lo mira. Entonces, esas figuras, vuelven. Eso extraño, que comenzó al subir. No sé cómo se llama esto, pero sé que de vez en cuando sucede: que basta que dos personas se encuentren para que un secreto puente trasplante los recuerdos de uno a la mente del otro. Ese uno es él, y he descubierto la verdad: lo llevan. Mejor dicho: lo traen de vuelta. El conductor, de golpe, ha levantado la vista hacia el espejo y lo ha mirado; diciendo eso, con un grito: La Granja. Preguntando: no te bajas acá, che. Y había burla en sus palabras: una tremenda burla que se ha extendido a los pasajeros, que no ignoran nada. No te bajas acá, che, han repetido algunos, y de pronto he intuido -he recordado la verdad. Hay una escena borrosa, casi irreal: primero, están ahí otra vez los pabellones sombríos, los rostros con gestos inacabables: ahora noto las figuras enteras: las ropas también son oscuras, deshilachadas; las alpargatas tienen borroneadas manchas verdes, en la punta. Cruzan personas impecables, de delantal blanco. Todo eso se va alejando, ahora. Las sombras envuelven una figura lerda que camina torpemente, como un animal cansado, por un sendero abierto en el pasto, entre los altos pinos. Internándose en el crepúsculo con la cabeza baja, hasta llegar a un hueco, en el alambrado. Lo atraviesa. Cruza la zanja. Ahora está plantado en medio del asfalto. A dos cuadras, en la entrada, el colectivo, arranca, rumbo a La Plata. Los faros se acercan. Tiende la mano y el colectivo se detiene. Una vez, hace unos años, cuando lo traían -cuando el colectivo iba para el otro lado- él había intentado retener en la memoria el nombre de todas las palabras. Sólo recordaba dos. En La Plata, estaba ese tipo que había dicho hay que internarlo: no podía ir. Dijo: un boleto para La Granja. En el espejo inclinado del colectivo; se ve los pies, la punta de las alpargatas; ahora podrían descubrirme, piensa, y hunde la cara entre los hombros porque todos -siente- lo miran. Hasta que reconoce un edificio; lee "La Granja" en un cartel, y se baja. No sabe, por supuesto, dónde irá a parar. Lo importante es escaparse, dejar atrás los pabellones siniestros, ese infierno que es el manicomio. Ya encontrará la manera de llegar a su pueblo. El colectivo, en la última claridad del crepúsculo, seguía hacia La Plata.
Pero ahora, es La Plata la que ha quedado atrás. Y también La Granja. Mientras el policía nos sigue mirando y ellos han dicho no te bajas acá, che, para burlarse, y él no ha dicho nada. Simplemente ha hundido más el rostro, achatándolo contra la ventanilla, como asustado. El policía, moviendo la cabeza, ha dicho: no, no se baja acá. Pero me lo ha dicho a mí, como si yo hubiese hecho algún movimiento: Que hay que seguir, ha dicho: Y me mira. Lo mira. Nos vigila. Y da pena -rabia- pensar que es inútil que ese hombre, al bajarse del colectivo, queriendo huir del manicomio, haya caminado por calles polvorientas -porque las escenas han vuelto, estoy recordando-, calles laterales que no conocía, que sólo servían para alejarlo de los pabellones sucios. Hasta que es la noche -la totalidad de la noche- y ya es imposible seguir caminando. Siente hambre y ve la luz de un bar. Se acerca. Ha dado vueltas y no sabe que está nuevamente cerca del camino. Se sienta; pide algo. Entonces entró el policía y miró las alpargatas pintadas de verde en la punta y dijo: vamos que te deben andar buscando. Y se lo llevó a La Plata, anotando su hazaña en alguna seccional pródiga de ascensos. Ahora, en el mismo colectivo en que los otros van a cumplir sus visitas, lo trae. Mientras los otros preguntan y el policía también se ríe. Y vigila. Nos mira. Me mira como si temiera que ese hombre vencido, derrumbado ahí, entre el vidrio y el asiento, pudiera revelarse y atacarme. Pero siento que no debo confiar en él, aunque vigile para que no me pase nada.
Pero el nombre, de pronto, ha elevado el rostro, y lo ha vuelto hacia mí, murmurando algo indescifrable. Levantándose. Lentamente, entre miradas de burla, ha cruzado el colectivo. Este se detiene y el hombre se baja. No sé qué hace el policía. Está ahí, como atontado. Como si la frialdad con que el hombre ha decidido no llegar al final, volver a escaparse, lo hubiera dejado mudo. Incapaz de dar un paso. Y sigue como un estúpido, con la mirada clavada en mí. Me doy vuelta, la sorpresa hace que me dé vuelta, y aunque el policía se mueva casi al mismo tiempo, como para detenerme, alcanzo a ver al hombre que, tras el vidrio final, va disminuyendo. Mira el asfalto, lo mide casi, como despertando de un sueño. Después, comienza a caminar: solo, al sol y vacilante. Mientras en el colectivo alguien habla. Alguien dice: qué curda tenía, se pasó como veinte cuadras. Y yo debo otra vez hacer esfuerzos, atarme a los objetos, porque esa zona fantasmal y conocida avanza sobre mí, impidiéndome entender por qué otra voz dice: Sí, qué curda, se tendría que haber bajado donde le dijimos, en La Granja. Como explicándole a alguien que no está en el secreto. Agregando algo que tampoco puedo entender: un poco más y ése va a parar adentro, también. Adentro es el fondo, el final del embudo. Porque todo eso ha vuelto: concreto, insoportable. Vuelve el interminable alambrado, el portón. Ya se ven los altos pabellones sucios, los techos de chapa, el viento silba entre los pinos. Todo es demasiado real. Y ya es inútil frotar los pies contra el asiento, tratando de borrar la franja verde. La misma que vio el maldito policía que está ahí. Que me sigue mirando.
  

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