domingo, 20 de septiembre de 2009

Hermann Hesse, "Wenkenhof".

Relato romántico de juventud


Hesse, Hermann, Noche de junio, Barcelona, Muchnik Editores, 2001. Traducción de Ana María de la Fuente
 
Se acercaba la medianoche. En el salón de la vieja mansión campestre la lámpara central iluminaba los oscuros cuadros con sus pálidos marcos, el piano abierto sobre el que había un ramo de narcisos y la gran mesa redonda de roble. Sentados en torno a ella estábamos el dueño de la casa, su esposa, su hijo y yo, que había venido de la ciudad, invitado. Encima de la mesa había, junto a un ramo de flores silvestres, un viejo libro de Eichendorff y otro de E. Th. A. Hoffmann, con pequeños grabados al cobre de Caillot, abiertos los dos, y, encima de los libros, el violín del hijo de la casa. Por el balcón de abombada barandilla entraban el aire fresco de la noche, el aroma de los frutales en flor y la pálida claridad de las estrellas. Más allá de los prados y de los campos oscuros, multitud de estrellas pequeñas y rojizas parecían brillar desde la misma tierra; y es que allí se extendía, con sus mil luces, la ciudad, envuelta en una bruna pálida. De la rotonda llegaba el débil murmullo del estanque de los peces.


Nuestro pequeño y compacto grupo, con la mente cansada, divagaba por nocturnos parajes de ensueño: con frecuencia, no se oía en la habitación otro sonido que el de nuestro aliento y el aliento de la noche cuando la brisa movía suavemente los batientes del balcón, o un leve rumor de la habitación contigua en la que dormían los niños, con la ventana abierta. En aquellos momentos de silencio, el resplandor de Venus, surgida del horizonte, llegaba con mayor intensidad a la habitación, y el oído creía percibir en el piano, tenuemente, las notas delicadas y elegantes de Mozart, mientras en el violín bullía y zumbaba un tropel de tonos cautivos. En los rincones de aquella habitación excesivamente grande se agazapaba al acecho la oscuridad.


-¡Ahora contad! –dijo la dueña de la casa, al tiempo que apagaba la lámpara. La oscuridad saltó de sus rincones y se precipitó ansiosamente en pos de la llamaba que se extinguía; pero el suave resplandor de Venus llegó hasta el borde de la mesa redonda, formando desde el balcón una blanca avenida. El hijo de la casa y yo empezamos a contar una historia, alternándonos en ápida sucesión, como habíamos hecho otras muchas veces. En las pausas, intervenían en la narración la noche oscura, el viento nocturno que acababa de levantarse y los árboles centenarios de la avenida, y por ello en nuestra historia se hablaba mucho de estrellas, y de sombras nocturnas sobre senderos iluminados por la luna, y de los suspiros que en horas cruciales exhalaban las plantas y los objetos, de espectros y de las sombras de los muertos.


Con la última campanada de la medianoche, se terminó la historia y las últimas palabras resonaron con extraño eco en la oscuridad. Se encendió una vela, luego otra, se abrió la puerta de mi pequeño dormitorio, contiguo al salón, nos dimos la mano y nos separamos.


Aquella noche, antes de una hora, me despertó una suave música de piano. Sin hacer ruido, con cautela, bajé de la cama y entreabrí la puerta del salón. Una luz débil y parpadeante entró en la habitación y la música sonó con más fuerza. Reconocí un minueto de Mozart, en los dedos de una mujer. Otro pequeño empujoncito a la puerta, con cuidado...


Al piano estaba sentada una hermosa muchacha con vestido blanco de rayas lila y el talle muy alto, al estilo Imperio. Tocaba la delicada música tal como yo creía que debía de tocarse cien años antes, con delicadeza y precisión, subrayando sólo un poco los pasajes más sentimentales, y entonces sonreía. Al poco rato, se interrumpió. Sonó un ruido en el balcón. Un joven con casaca azul oscuro saltó la barandilla de hierro forjado. Sus medias blancas se destacaban en la oscuridad con una efecto de insoportable vanidad. Apenas sus elegantes piernas salvaron la barandilla, ya estaba a los pies de la hermosa pianista. Mientras él murmuraba frases apasionadas que ella escuchaba con una sonrisa de incredulidad, yo me sentí cautivado por el rostro hermoso y altivo de la joven y por la noble curva de sus altas cejas. Ella iba tocando alegres compases, mientras le escuchaba risueña, indiferente o torva y respondía a los juramentos del jenuflexo ora con el silencio, ora con una sonrisa, ora con un trino. Tocaba unos trinos impecables.


En vista de que el galán estaba cada vez más vehemente, apremiante y perentorio, acabé por irritarme. Salí de mi habitación en camisón, agarré al enamorado con las dos manos, lo llevé al balcón –era muy ligero- del que todavía pendía la escala y lo arrojé con su empolvada cabeza por delante. Abajo, sobre las losas blanqueadas por la luna, sonó un golpe bastante considerable. Di media vuelta y me incliné ante la pálida señorita, muy avergonzado por estar en camisón.


-Mademoiselle, permettez...


Pero ella palidecía y se empequeñecía hasta que, con un leve suspiro, se desvaneció sobre el taburete. Yo tendí la mano y así un narciso grande y perfumado. Asustado y triste, puse la blanca flor con las demás en el jarrón y volví a la cama.


Cuando, a la mañana siguiente, antes de marchar, volví al salón del piano, todo seguía como la víspera. Solo el retrato de un caballero que estaba colgado de la pared me pareció que tenía una expresión de rencor que no había advertido antes. Pero, naturalmente, ello no me preocupó en absoluto.


Se engancharon los caballos y el dueño de la casa me acompañó a la ciudad. Mi hospitalario anfitrión estaba callado y me miraba severa e interrogativamente.

-Será mejor que no vuelva usted a esta casa.
Yo me quedé sin habla.
-¿Y por qué no? –grité al fin.
Él me lanzó una mirada adusta.
-Vi lo que hizo usted anoche.
-¿Y bien?
-Aquel caballero era mi abuelo. Sin dudad, usted lo ignoraba, pero de todos modos...
  
Yo traté de disculparme, pero él gritó al cochero que fuera más de prisa, me atajó con un ademán y se arrellanó en el asiento, cerrándose a toda conversación.
  

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