Dentro de una semana comienza el juicio por el hundimiento de la Baliverna. ¿Qué será de mí? ¿Vendrán a detenerme?
Tengo miedo. En vano me repito que nadie se presentará a declarar porque me tenga inquina, que el juez instructor no ha tenido siquiera la más mínima sospecha de mi responsabilidad; que, aunque me viera incriminado, sin duda me absolverían; que mi silencio no puede hacer daño a nadie; que, aun cuando me presentara espontáneamente para confesar, el acusado no se beneficiaría de ningún descargo. Nada de esto me consuela. Por lo demás, fallecido hace tres meses a causa de una enfermedad el comisario de cuentas Dogliotti, sobre quien pesaba la principal acusación, ahora sólo estará en el banquillo de los acusados el entonces asesor municipal de Asistencia. Pero se trata de una incriminación pro forma; ¿cómo se le podría condenar, en realidad, si había tomado posesión de su cargo apenas cinco días antes? Si acaso, podría considerarse responsable al asesor precedente, pero éste había fallecido el mes anterior. Y la venganza de la ley no penetra en la oscuridad de las tumbas.
Aunque han pasado ya dos años del espantoso suceso, todo el mundo guarda de él un vivo recuerdo. La Baliverna era un enorme y más bien lúgubre edificio de ladrillo construido extramuros en el siglo XVII por los hermanos de San Celso. Desaparecida esta orden, en el XIX la construcción sirvió de cuartel y antes de la guerra seguía perteneciendo aún a la administración militar. Abandonado posteriormente, se había instalado en él, con la tácita aquiescencia de las autoridades, una muchedumbre de refugiados y de pobre gente que había perdido su hogar a causa de las bombas, vagabundos, pordioseros, gente que se había quedado sin nada, e incluso una pequeña comunidad de gitanos. Sólo con el tiempo el Municipio, al entrar en posesión del inmueble, había impuesto allí cierto orden, censando a los inquilinos, organizando los servicios indispensables y alejando a los individuos conflictivos. Pese a todo, la Baliverna, a causa también de diversos atracos habidos en la zona, tenía mala fama. Decir que era una cueva de ladrones seria una exageración. Pero no había nadie que pasara de buena gana de noche por sus alrededores.
Aunque en su origen la Baliverna surgió en pleno campo, con los siglos los suburbios de la ciudad prácticamente habían llegado hasta ella. Sin embargo, no había otras casas en su inmediata vecindad. Desolado y torvo, el cuartelón dominaba el terraplén del ferrocarril, los prados incultos y las miserables barracas de chapa, moradas de mendigos, esparcidas entre los cascotes y los desperdicios. Recordaba al mismo tiempo una prisión, un hospital y una fortaleza. De planta rectangular, medía alrededor de ochenta metros de largo por la mitad de ancho. En su interior, un vasto patio sin porticar.
Allí acompañaba yo a menudo los sábados o domingos por la tarde a mi cuñado Giuseppe, entomólogo, que encontraba en aquellos prados muchos insectos. Era un pretexto como otro cualquiera para que me diera un poco de aire y tener compañía.
Debo decir que el estado del sombrío edificio me había llamado la atención desde la primera vez que lo vi. El mismo color de los ladrillos, los numerosos ventanucos abiertos en sus muros, sus remiendos, ciertas vigas dispuestas como puntales, daban a conocer su decrepitud. Y especialmente impresionante era su muro posterior, uniforme y desnudo, que no tenía más que unas pocas, irregulares y pequeñas aberturas más parecidas a aspilleras que a ventanas; por eso parecía mucho más alta que la fachada, a la que aligeraban galerías y ventanales. «¿No te parece que el muro se inclina un poco hacia fuera?», recuerdo que pregunté un día a mi cuñado. Él rió: «Esperemos que no. Pero es impresión tuya. Los muros altos siempre dan esa sensación».
Un sábado de julio nos hallábamos allí en una de estas excursiones. Mi cuñado se había llevado a sus dos hijas, todavía unas niñas, y a un colega suyo de la universidad, el profesor Scavezzi, también zoólogo, un tipo de unos cuarenta años, pálido y blando, que nunca me había resultado simpático por sus maneras jesuíticas y los humos que se daba. Mi cuñado decía de él que era un pozo de ciencia, además de una bellísima persona. A mí, sin embargo, me parece un imbécil: de otro modo no mostraría hacia mí esa suficiencia, y todo porque él es científico y yo sastre.
Llegados a la Baliverna, nos pusimos a rodear el muro posterior que ya he descrito. Se extiende allí una amplia superficie de terreno polvoriento donde los chavales solían jugar al fútbol. De hecho, en cada extremo había plantados unos palos para señalar las dos porterías. Aquel día, sin embargo, no había chavales. En su lugar, había varias mujeres con niños que tomaban el sol en el borde del campo, a lo largo del escalón herboso en que muere la gravilla de la carretera.
Era la hora de la siesta y del interior del falansterio no llegaban más que algunas voces aisladas. Sin ninguna brillantez, un sol perezoso golpeaba el oscuro murallón; de las ventanas salían palos cargados de ropa tendida a secar, la cual colgaba como muertas banderas absolutamente inmóviles; no corría, de hecho, ni un soplo de viento.
Mientras los otros estaban absortos buscando insectos, a mí, viejo aficionado al alpinismo, me entraron ganas de probar a escalar por el destartalado muro: los agujeros, los bordes salientes de algunos ladrillos, viejos hierros empotrados aquí y allá en las fisuras, ofrecían asideros adecuados. No tenía la menor intención de subir hasta arriba del todo. No era más que por el gusto de estirarme, de ejercitar los músculos. Un deseo, si se quiere, algo pueril.
Sin dificultad, me elevé un par de metros a lo largo de la pilastra de un portón ahora tapiado. Llegado a la altura del arquitrabe, extendí la mano derecha hacia un abanico de herrumbrosos barrotes de hierro con forma de lanza que cerraba el luneto (en aquella cavidad quizá hubiera habido antiguamente la imagen de algún santo).
Una vez bien aferrada la punta de una lanza, quise izarme a pulso, pero ésta cedió, rompiéndose en pedazos. Por suerte, no me hallaba más que a un par de metros del suelo. Intenté, si bien en vano, sujetarme con la otra mano. Perdido el equilibrio, salté hacia atrás y caí de pie sin ninguna otra consecuencia que un fuerte golpe. El barrote de hierro, desmenuzado, me siguió.
Prácticamente al mismo tiempo, detrás del barrote de hierro se desprendió otro, más largo, que ascendía verticalmente del centro del abanico hasta una especie de ménsula que estaba encima. Debía de tratarse de una especie de puntal colocado allí con fines de refuerzo. Privada así de su sostén, también la ménsula –imaginad una lámina de piedra larga como tres ladrillos– cedió, si bien no llegó a caer; quedó allí inclinada, medio colgada en el vacío.
No terminó aquí, no obstante, el estropicio que provoqué de forma involuntaria. La ménsula sostenía un viejo palo de cerca de metro y medio de alto que a su vez contribuía a soportar una especie de balcón (sólo entonces se me revelaban todos estos desperfectos que a primera vista se perdían en la extensión del muro). Este palo no estaba más que encajado entre los dos salientes, no fijado al muro. Con la ménsula fuera de su sitio, al cabo de dos o tres segundos el palo se venció hacia fuera y yo apenas tuve tiempo de saltar hacia atrás para evitar que me diera en la cabeza. Se estrelló en el suelo con un ruido sordo.
¿Había acabado todo? Por si acaso, me alejé del muro hacia el grupo de mis compañeros, distante una treintena de metros. Estos se hallaban de pie, vueltos los cuatro hacia mí. Con todo, no me miraban. Con una expresión que nunca olvidaré, tenían la vista lavada en el muro, muy por encima de mi cabeza. Y de repente mi cuñado gritó: «¡Dios mío, mira! ¡Mira!».
Yo me volví. Por encima del balconcillo, pero más a la derecha, el murallón, en aquel punto compacto y regular, se hinchaba. Imaginad un trozo de tela extendido detrás del cual empuja una punta. Al principio de todo hubo un leve temblor que serpenteó por la pared; luego apareció una gibosidad larga y sutil; luego los ladrillos se separaron, abriendo sus estropeadas dentaduras; y, entre regueros de polvorientos desprendimientos, se abrió una grieta tenebrosa.
¿Duró unos minutos o unos instantes? No sabría decirlo. En aquel momento –llamadme loco–, de la profunda cavidad del edificio salió un estruendo triste, semejante a un son de trompeta bastarda. Y por todos los alrededores en una gran extensión se oyó un prolongado aullar de perros.
En este punto mis recuerdos se agolpan: yo, corriendo a más no poder para tratar de alcanzar a mis compañeros ya lejanos; las mujeres del borde del campo, en pie de un salto, chillando, una de ellas revolcándose por el suelo; la figura de una muchacha medio desnuda asomándose, movida por la curiosidad, por uno de los ventanucos más altos mientras debajo de ella se abría ya de par en par el abismo; y, por una décima de segundo, la visión alucinante del muro viniéndose abajo en el vacío. Entonces, detrás de los jirones de la cumbre, también la entera masa que se hallaba detrás, más allá del patio, se movió lentamente, arrastrada por la fuerza irresistible de la ruina.
Siguió un trueno aterrador, como cuando centenares de Liberator descargaban sus bombas al mismo tiempo. Y mientras se expandía velocísima una nube de polvo amarillenta que ocultó aquella inmensa tumba, la tierra tembló.
Me veo luego de camino hacia casa, ansioso de alejarme del lugar funesto, con la gente, a la cual había llegado la noticia con velocidad asombrosa, mirándome horrorizada, quizá por mi ropa llena de polvo. Pero lo que no olvido de ningún modo son las miradas cargadas de espanto y de piedad de mi cuñado y de sus dos hijas. Mudos, me miraban como se mira a un condenado a muerte (¿o era pura sugestión mía?).
Una vez en casa, cuando supieron lo que había visto, no se asombraron de que estuviera trastornado, ni de que durante algunos días permaneciese encerrado en mi cuarto sin hablar con nadie, negándome incluso a leer los periódicos (entreví sólo uno, en las manos de mi hermano que había entrado a interesarse por mí; en primera plana había una fotografía enorme con una hilera interminable de furgones negros).
¿Había provocado yo la hecatombe? ¿Acaso la rotura del barrote de hierro había propagado, por una monstruosa progresión de causas a efectos, la ruina a toda la mastodóntica edificación? ¿O quizá sus primeros constructores habían dispuesto con diabólica maldad un secreto juego de masas en equilibrio por el cual bastaba mover aquel insignificante barrote para que todo se viniera abajo? ¿Y mi cuñado, o sus hijas, o Scavezzi? ¿Habían reparado en lo que yo había hecho? Y, suponiendo que no fuera así, ¿por qué desde entonces Giuseppe parece evitarme? ¿O acaso soy yo mismo el que, por temor a traicionarme, he maniobrado de forma inconsciente para verlo lo menos posible?
Por otro lado, ¿acaso no resulta inquietante la insistencia del profesor Scavezzi en frecuentarme? Pese a su modesta situación económica, desde entonces se ha mandado hacer en mi sastrería una decena de trajes. Siempre que viene a probarse luce su sonrisita hipócrita y no cesa de observarme. Es, además, puntilloso hasta la exasperación; aquí hay una arruguita que no tiene por qué estar, allí una espalda que no cae bien, o los botones de las mangas, o la longitud de las solapas, siempre hay algo que arreglar. Para cada traje son seis o siete pruebas. Y de cuando en cuando me pregunta: “¿Recuerda aquel día?». «¿Qué día?», replico yo. «¡Pues el día de la Baliverna!» Parece que guiñe los ojos con astutos sobreentendidos. Yo digo: «¿Cómo podría olvidarlo?». El menea la cabeza: «Claro... ¿cómo podría?».
Naturalmente, yo le hago descuentos extraordinarios, acabo incluso perdiendo dinero. Pero él aparenta no darse cuenta de nada. «Desde luego», dice, «usted es caro, pero vale la pena, lo confieso». Y yo entonces me pregunto: ¿es un idiota, o se divierte con estas pequeñas y viles extorsiones?
Si. Es posible que sólo él me viera en el acto de romper el fatal barrote de hierro. Quizá lo ha entendido todo, podría denunciarme, desatar contra mí el odio de la gente. Pero es taimado y no habla. Viene a encargarse un traje nuevo, no me pierde de vista, saborea por anticipado la satisfacción de dejarme suspenso cuando menos me lo espero. Yo soy el ratón y él el gato. Juguetea conmigo y al final, de improviso, me soltará el zarpazo. Y aguarda el juicio, disponiéndose a dar un golpe de efecto. En el momento más oportuno se pondrá de pie. «Yo soy el único que sabe quién provocó el hundimiento», gritará, “yo lo vi con mis propios ojos».
Hoy ha venido otra vez para probarse un temo de franela. Más melifluo que de costumbre. «¡Esto da ya las boqueadas!» «¿A qué se refiere?» «Que a qué me refiero? ¡Al juicio! ¡En la ciudad no se habla de otra cosa! Cualquiera diría que vive usted en las nubes, je, je.» «¿Habla usted del hundimiento de la Baliverna?» «Eso es, de la Baliverna... Je, je, ¿quién sabe si no saldrá al final el verdadero culpable?»
Luego se va, saludándome con exageradas ceremonias. Lo acompaño hasta la puerta. Espero a que haya bajado un tramo entero de escaleras para cerrar. Se ha ido. Silencio. Tengo miedo.
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