Cuando se habla de convivencia, en educación, se habla de una noción que tiene algo de pacto, de zona neutral en la que todos podemos vivir en paz. Pero, ¿es posible excluir la conflictividad de ese pacífico territorio neutral? ¿Puede haber convivencia sin conflicto? Carlos Skliar analiza esta dimensión conflictiva de la convivencia humana en un texto cuya referencia inmediata es la educación.
Skliar, Carlos, Diez
escenas educativas para narrar lo pedagógico entre lo filosófico y
lo literario, Plumilla
Educativa,
ISSN-e1657-4672, Vol. 8, Nº. 2, págs. 11-22.
Sexta
escena: ESTAR-JUNTOS
La
pregunta sobre la convivencia se ha vuelto una cuestión que remite
demasiado al lenguaje formal, a la suma y/o a la resta de cuerpos
presentes; pero mucho menos a la contingencia de la existencia misma,
de toda y cualquier existencia. Aquí estaría la señal, entonces,
de por qué la convivencia no puede ser apenas entendida como una
negociación comunicativa, como una
presencia
literal,
física,
material
de
dos
o
más
sujetos
específicos
puestos
a
‘dialogar’ y, entonces, a ‘converger’ y ‘consensuar’
irremediablemente.
La
palabra convivencia sugiere un primer acto de diferenciación:
aquello que se distingue entre los seres y que es, sin rodeos, lo que
provoca contrariedad. Si no hubiera contrariedad no habría pregunta
por la convivencia. Y la convivencia es ‘convivencia’ porque en
todo caso hay -inicial y definitivamente- perturbación,
intranquilidad, conflictividad, turbulencia, diferencia, afección y
alteridad. Hay convivencia porque hay una afección que supone, al
mismo tiempo, el hecho de ser afectado y el de afectar; porque
convivir, estar en
común,
estar juntos, estar entre varios, como lo expresa Jean-Luc Nancy: “Es
ser tocado y es tocar. El “contacto” –la contigüidad, la
fricción, el encuentro y la
colisión-
es la modalidad fundamental del
afecto”.
Ese
estar juntos, ese contacto de afección no es un vínculo de
continuidad, no es reflejo de una comunicación eficaz sino, sobre
todo, un embate de lo inesperado sobre lo esperado, de la fricción
sobre la quietud, la existencia del otro en la presencia del uno.
Sin
embargo buena parte de los discursos acerca de la convivencia como
inclusión
–sobre todo aquellos que pretenden capturar todas las
configuraciones posibles de la relación entre nosotros y ellos, o
entre lo uno y lo
otro,
lo
mismo
y
lo
diferente-
afirman
el
convivir,
sí,
pero
a
condición
de
que
no se perpetúen las embestidas y que el contacto se mantenga a una
distancia prudencial, matizada por palabras de orden tales como
tolerancia o aceptación
o
reconocimiento del otro, quizá porque allí no hay relación, sino
un exceso de lejanía o
indiferencia.
Ahora bien: esa
distancia que se asume como distancia de altura o distancia de
jerarquía es imposible, porque, como continúa diciendo Jean-Luc
Nancy: “(…) lo que el
tocar toca es el límite: el límite del otro –del otro cuerpo,
dado que el otro es el otro cuerpo, es decir lo impenetrable (…)
Toda la cuestión del co-
estar reside en la
relación con el límite: ¿cómo tocarlo y ser tocado sin violarlo?
(…) Arrasar o aniquilar a los otros –y sin embargo, al mismo
tiempo, querer mantenerlos como otros, pues también presentimos lo
horroroso de la soledad”.