viernes, 25 de septiembre de 2009

"Kali decapitada", Marguerite Yourcenar

Yourcenar, Marguerite, “Kali decapitada”, Cuentos orientales (1938), Buenos Aires, Punto de lectura, 2008. Traducción de Emma Calatayud.



  Kali, la terrible diosa, merodea por las llanuras de la India.
 Puede vérsela simultáneamente en el Norte y en el Sur, y al mismo tiempo en los lugares santos y en los mercados. Las mujeres se estremecen al verla pasar, los hombres jóvenes, dilatando las ventanas de la nariz, salen a la puerta para verla, y los niños recién nacidos ya saben su nombre. Kali, la negra, es horrible y bella. Tan delgada en su cintura que los poetas que la cantan la comparan con una palmera. Tiene los hombros redondos como el salir de la luna de otoño; unos senos turgentes como capullos a punto de abrirse; sus muslos ondean como la trompa del elefante recién nacido, y sus pies danzarines son como tiernos brotes. Su boca es cálida, pronto se mira en el bronce de la noche como en la plata de la aurora o el cobre del crepúsculo, y se contempla en el oro del mediodía. Pero sus labios no han sonreído jamás; un collar de huesecillos rodea su alto cuellos y en sus rostros, más claro que el resto del cuerpo, sus grandes ojos son puros y tristes. El rostro de Kali, eternamente mojado por las lágrimas , está pálido y cubierto de rocío como la faz inquieta de la mañana.
  Kali es abyecta. Ha perdido su casta divina a fuerza de entregarse a los parias y a los condenados, y su rostro, al que besan los leprosos, se halla cubierto de una costra de astros. Se aprieta contra el pecho sarnoso de los camelleros procedentes del Norte, que nunca se lavan a causa de los grandes fríos; se acuesta en los lechos infectados de piojos con los mendigos ciegos; pasa de los brazos de los Brhamanes al abrazo de los miserables- raza fétida, deshonra de la luz- encargados de bañar los cadáveres; y Kali, tendida en la sombra piramidal de las hogueras, se abandona sobre las tibias cenizas. Ama así mismo a los barqueros, que son fuetes y ásperos; acepta hasta a los negros que sirven en los bazares, a quienes se azota más que a las bestias de carga; frota su cabeza contra sus hombros, cuajados de rozaduras por el ir y venir de los fardos. Triste como una enferma con fiebre que no consistiera encontrar agua fresca, va de pueblo en pueblo, de encrucijada en encrucijada, a la busca de los mismos monótonos deleites.
  Sus piececitos bailan frenéticamente, moviendo las ajorcas, que tintinean, pero sus ojos no cesan de llorar, su boca amarga nunca besa, sus pestañas no acarician las mejillas de los que la abrazan, y su rostro permanece eternamente pálido como una luna inmaculada.
Hace mucho tiempo, Kali, nenúfar de perfección, se sentaba en el trono de Indra como en el interior de un zafiro: los diamantes de la mañana brillaban en su mirada y el universo se contraía o se dilataba según los latidos de sus corazón.
  Pero Kali, perfecta como una flor, ignoraba su perfección y, pura como el día, no conocía su pureza.
  Los dioses acecharon a Kali una noche de eclipse, en un cono de sombra, en el rincón de un planeta cómplice. Fue decapitada por el rayo. En vez de sangre, brotó un chorro de sangre su nuca cortada. Su cadáver, dividido en dos trozos y arrojado al Abismo por los Genios, rodó hasta llegar al fondo de los Infiernos por donde se arrastran y sollozan aquellos que no han visto o han rechazado la luz divina. Sopló un viento frío, condensó la claridad que se puso a caer del cielo; una capa blanca se acumuló en la cumbre de las montañas, bajo unos espacios estrellados donde empezaba a hacerse de noche. Los dioses de múltiples brazos y múltiples piernas, semejantes a una ruedas que dan vueltas, huían a través de las tinieblas, cegados por sus aureolas, y los Inmortales, despavoridos, se arrepintieron de su crimen.
   Los dioses contritos bajaron del Techo del Mundo hasta el abismo llenos de humo por donde se arrastran los que existieron. Franquearon los nueve purgatorios; pasaron por delante de los calabozos de barro y de hielo en donde los fantasmas, roídos por el remordimiento, se arrepienten de las faltas que cometieron, y por delante de las prisiones en llamas donde otros muertos, atormentados por una codicia vana, lloran las faltas que no cometieron. Los dioses se sorprendían al hallar en los hombres aquella imaginación infinita del Mal, aquellos recursos y aquellas innumerables angustias del placer y del pecado. Al fondo del osario, en un pantano, la cabeza de Kali sobrenadaba como un loto, y sus largos y negros cabellos se extendían alrededor como raíces flotantes.
  Recogieron piadosamente aquella cabeza exangüe y se pusieron a buscar el cuerpo que la había llevado. Un cadáver decapitado yacía en la orilla. Lo cogieron, colocaren la cabeza de Kali encima de aquellos hombros y reanimaron a la diosa.
  Aquel cuerpo pertenecía a una prostituta, ajusticiada por haber intentado entorpecer las meditaciones de un joven Brahman. Sin sangre aquel cadáver parecía puro. La diosa y la cortesana tenían ambas, en el muslo izquierdo, el mismo lunar.
   Kali no volvió, nenúfar de perfección, a sentarse en el trono del cielo de Indra. El cuerpo, al que le había unido la cabeza divina, sentía nostalgia de los barrios de mala fama, de las caricias prohibidas, de los cuartos en donde las prostitutas meditan secretas orgías, acechan la llegada de los clientes a través de las persianas verdes. Se convirtió en seductora de niños, incitadora de ancianos, amante despótica de jóvenes, y las mujeres de la ciudad, abandonadas por sus esposos y considerándose ya viudas, comparaban el cuerpo de Kali con las llamas de la hoguera. Fue inmunda como una rata de alcantarillas y odiada como las comadrejas de los campos. Robó los corazones como si fueran un pedazo de entraña expuesto en los escaparates de los casqueros. Las fortunas licuadas se pegaban sus manos como panales de miel. Sin descanso, de Benarés, a Kapilavistu, de Bangalor a Srinagar, el cuerpo de Kali arrastraba consigo la cabeza deshonrada de la diosa, y sus ojos límpidos continuaban llorando.
  Una mañana, en Benarés, Kali, borracha, haciendo muecas de cansancio, salió de la sala de las cortesanas. En el campo, un idiota que babeaba tranquilamente sentado en un montón de de estiércol se levantó al verla pasar y se echó a correr tras ella. Ya sólo le separaba de la diosa la longitud de su sombra. Kali aminoró el paso y dejó que el hombre se acercara.
Cuando él la dejo, emprendió de nuevo el camino hacia una ciudad desconocida. Un niño le pidió limosna; ella no le aviso que una serpiente dispuesta a morder entre dos piedras entre dos piedras. Sentía un gran furor contra todo ser viviente y al mismo tiempo un deseo atroz de aumentar con ello su sustancia, de aniquilar a las criaturas saciándose con ellas. Se la pudo ver en cuclillas junto a los cementerios; su boca masticaba los huesos como los dientes de las leonas. Mató como el insecto hembra que devora a sus machos; aplastó a los hijos que paría como una cerda que se revuelve contra su camada. Y a los que exterminaba, los remataba después bailando encima de ellos. Sus labios, maculados de sangre, exhalaban el mismo olor insípido de las carnicerías, pero sus abrazos consolaban sus víctimas y el calor de su pecho hacía olvidar todos sus males.
  En la linde del bosque, Kali tropezó con el Sabio.
  Se hallaba sentado, con las piernas cruzadas, con las palmas unidas, y su cuerpo descarnado estaba tan seco como la leña preparada para encender la hoguera: Nadie hubiera podido adivinar si era muy joven o muy viejo, sus ojos que todo lo percibían, apenas eran visibles por debajo de sus parpados medio cerrados. La luz se disponía en torno a él en forma de aureola, y Kali sintió subir de las profundidades de sí misma el presentimiento del gran descanso definitivo, parada de los mundos, liberación de los seres, día de bienaventuranza en que la vida y la muerte serían igualmente inútiles, edad en que todo se resorbe en Nada. Como si esa pura nada que acababa de concebir se estremeciera en ella a la manera de un futuro hijo.
   El Maestro de la gran compasión levantó la mano para bendecir a la que pasaba.
  -Mi cabeza fue soldada a la infamia- dijo ella-. Quiero y no quiero; sufro, y, no obstante, gozo; me da horror vivir y miedo morir. 
 -Todos estamos incompletos- dijo el Sabio-. Todos nos hallamos divididos y somos fragmentos, sombras, fantasmas sin consistencia. Todos creemos llorar y gozar desde hace siglos.
  -Yo fui Diosa en el cielo de Indra- dijo la cortesana.
 -Y tampoco estabas libre del encadenamiento de las cosas, y tu cuerpo de diamante no estaba mas resguardado de la desgracia que tu cuerpo de barro y carne. Tal vez, mujer sin ventura, al errar deshonrada por los caminos te hallás mas cerca de accede a lo que no tiene forma.
  -Estoy cansada- gimió la diosa.
  Entonces tocando las trenzas negras y manchadas de ceniza con las puntas de los dedos, dijo el Sabio:
 -El deseo te enseñó la inanidad del deseo; el arrepentimiento te enseño la inutilidad de arrepentirte. Ten paciencia, ¡Oh, Error!, del que todos formamos parte… ¡Oh imperfecta!, en quien la perfección toma conciencia de sí misma, ¡Oh, Furor!, que no eres necesariamente inmortal.
  

lunes, 21 de septiembre de 2009

Dos poemas de Marguerite Yourcenar



Fuegos

Lo mismo ocurre con un perro, con una pantera o con una cigarra. Leda decía: “Ya no soy libre para suicidarme desde que me he comprado un cisne”.

La muerte es un sacramento del que sólo son dignos los más puros: muchos hombres se deshacen, pero pocos hombres mueren.

No puede construirse una felicidad sino sobre los cimientos de una desesperación. Creo que voy a ponerme a construir.

Que no se acuse a nadie de mi vida.

No soporté bien la felicidad. Falta de costumbre. En tus brazos, lo único que yo podía hacer era morir.

Existe un plan general para el universo. Sólo salimos en los momentos sublimes.

En el avión, cerca de ti, ya no le tengo miedo al peligro. Uno sólo muere cuando está solo.

Existe entre nosotros algo mejor que un amor: una complicidad.


Hospes comesque

Cuerpo llevando el alma, siempre vanamente
Vuelvo a pensar en ti y te vuelvo a olvidar;
Corazón infinito en el cáliz naciente;
Boca que busca el nuevo verbo de besar.

Mares de navegar, fuentes para beber;
Trigo y vino ritual en la mesa mezclados;
Refugio de dulzura el vago adormecer;
Tierra que se despliega en los pasos alados.

Aire que me llenas de espacio y de equilibrio;
Nervios por donde viaja el cóncavo delirio;
Mirada interrumpida en el vasto universo.

Cuerpo, compañero, juntos nos moriremos.
No puedo no querer la sombra que tenemos,
No apresar con ella el resplandor de un verso.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Hermann Hesse, "Wenkenhof".

Relato romántico de juventud


Hesse, Hermann, Noche de junio, Barcelona, Muchnik Editores, 2001. Traducción de Ana María de la Fuente
 
Se acercaba la medianoche. En el salón de la vieja mansión campestre la lámpara central iluminaba los oscuros cuadros con sus pálidos marcos, el piano abierto sobre el que había un ramo de narcisos y la gran mesa redonda de roble. Sentados en torno a ella estábamos el dueño de la casa, su esposa, su hijo y yo, que había venido de la ciudad, invitado. Encima de la mesa había, junto a un ramo de flores silvestres, un viejo libro de Eichendorff y otro de E. Th. A. Hoffmann, con pequeños grabados al cobre de Caillot, abiertos los dos, y, encima de los libros, el violín del hijo de la casa. Por el balcón de abombada barandilla entraban el aire fresco de la noche, el aroma de los frutales en flor y la pálida claridad de las estrellas. Más allá de los prados y de los campos oscuros, multitud de estrellas pequeñas y rojizas parecían brillar desde la misma tierra; y es que allí se extendía, con sus mil luces, la ciudad, envuelta en una bruna pálida. De la rotonda llegaba el débil murmullo del estanque de los peces.


Nuestro pequeño y compacto grupo, con la mente cansada, divagaba por nocturnos parajes de ensueño: con frecuencia, no se oía en la habitación otro sonido que el de nuestro aliento y el aliento de la noche cuando la brisa movía suavemente los batientes del balcón, o un leve rumor de la habitación contigua en la que dormían los niños, con la ventana abierta. En aquellos momentos de silencio, el resplandor de Venus, surgida del horizonte, llegaba con mayor intensidad a la habitación, y el oído creía percibir en el piano, tenuemente, las notas delicadas y elegantes de Mozart, mientras en el violín bullía y zumbaba un tropel de tonos cautivos. En los rincones de aquella habitación excesivamente grande se agazapaba al acecho la oscuridad.


-¡Ahora contad! –dijo la dueña de la casa, al tiempo que apagaba la lámpara. La oscuridad saltó de sus rincones y se precipitó ansiosamente en pos de la llamaba que se extinguía; pero el suave resplandor de Venus llegó hasta el borde de la mesa redonda, formando desde el balcón una blanca avenida. El hijo de la casa y yo empezamos a contar una historia, alternándonos en ápida sucesión, como habíamos hecho otras muchas veces. En las pausas, intervenían en la narración la noche oscura, el viento nocturno que acababa de levantarse y los árboles centenarios de la avenida, y por ello en nuestra historia se hablaba mucho de estrellas, y de sombras nocturnas sobre senderos iluminados por la luna, y de los suspiros que en horas cruciales exhalaban las plantas y los objetos, de espectros y de las sombras de los muertos.


Con la última campanada de la medianoche, se terminó la historia y las últimas palabras resonaron con extraño eco en la oscuridad. Se encendió una vela, luego otra, se abrió la puerta de mi pequeño dormitorio, contiguo al salón, nos dimos la mano y nos separamos.


Aquella noche, antes de una hora, me despertó una suave música de piano. Sin hacer ruido, con cautela, bajé de la cama y entreabrí la puerta del salón. Una luz débil y parpadeante entró en la habitación y la música sonó con más fuerza. Reconocí un minueto de Mozart, en los dedos de una mujer. Otro pequeño empujoncito a la puerta, con cuidado...


Al piano estaba sentada una hermosa muchacha con vestido blanco de rayas lila y el talle muy alto, al estilo Imperio. Tocaba la delicada música tal como yo creía que debía de tocarse cien años antes, con delicadeza y precisión, subrayando sólo un poco los pasajes más sentimentales, y entonces sonreía. Al poco rato, se interrumpió. Sonó un ruido en el balcón. Un joven con casaca azul oscuro saltó la barandilla de hierro forjado. Sus medias blancas se destacaban en la oscuridad con una efecto de insoportable vanidad. Apenas sus elegantes piernas salvaron la barandilla, ya estaba a los pies de la hermosa pianista. Mientras él murmuraba frases apasionadas que ella escuchaba con una sonrisa de incredulidad, yo me sentí cautivado por el rostro hermoso y altivo de la joven y por la noble curva de sus altas cejas. Ella iba tocando alegres compases, mientras le escuchaba risueña, indiferente o torva y respondía a los juramentos del jenuflexo ora con el silencio, ora con una sonrisa, ora con un trino. Tocaba unos trinos impecables.


En vista de que el galán estaba cada vez más vehemente, apremiante y perentorio, acabé por irritarme. Salí de mi habitación en camisón, agarré al enamorado con las dos manos, lo llevé al balcón –era muy ligero- del que todavía pendía la escala y lo arrojé con su empolvada cabeza por delante. Abajo, sobre las losas blanqueadas por la luna, sonó un golpe bastante considerable. Di media vuelta y me incliné ante la pálida señorita, muy avergonzado por estar en camisón.


-Mademoiselle, permettez...


Pero ella palidecía y se empequeñecía hasta que, con un leve suspiro, se desvaneció sobre el taburete. Yo tendí la mano y así un narciso grande y perfumado. Asustado y triste, puse la blanca flor con las demás en el jarrón y volví a la cama.


Cuando, a la mañana siguiente, antes de marchar, volví al salón del piano, todo seguía como la víspera. Solo el retrato de un caballero que estaba colgado de la pared me pareció que tenía una expresión de rencor que no había advertido antes. Pero, naturalmente, ello no me preocupó en absoluto.


Se engancharon los caballos y el dueño de la casa me acompañó a la ciudad. Mi hospitalario anfitrión estaba callado y me miraba severa e interrogativamente.

-Será mejor que no vuelva usted a esta casa.
Yo me quedé sin habla.
-¿Y por qué no? –grité al fin.
Él me lanzó una mirada adusta.
-Vi lo que hizo usted anoche.
-¿Y bien?
-Aquel caballero era mi abuelo. Sin dudad, usted lo ignoraba, pero de todos modos...
  
Yo traté de disculparme, pero él gritó al cochero que fuera más de prisa, me atajó con un ademán y se arrellanó en el asiento, cerrándose a toda conversación.
  

viernes, 18 de septiembre de 2009

Las bibliotecas populares en la sociedad actual


Si bien las primeras bibliotecas populares de la ciudad de Buenos Aires fueron creadas a fines del siglo XIX, es en las décadas de 1920 y 1930 cuando las bibliotecas populares se convierten en el centro de gravedad de la actividad cultural en los barrios.

Durante este período, la ciudad comienza a expandirse hacia la periferia y se construyen nuevos barrios. Obreros, empleados, pequeños comerciantes, profesionales, trabajadores de los más diversos oficios y personas sin una ocupación definida fueron poblando estos espacios.

Los nuevos barrios estaban separados entre sí por extensos terrenos y carecían de servicios urbanos. En este contexto, junto con las bibliotecas populares se crean sociedades de fomento, mutuales, clubes y comités de partidos políticos que, en su conjunto, daban respuesta a las nuevas necesidades de la sociedad.

La mayoría de esas bibliotecas populares, que aun encontramos en todos los barrios de la ciudad, fueron creadas por iniciativa de grupos de vecinos y siempre tuvieron autonomía institucional, aun cuando estaban anexadas a otras instituciones sociales (asociaciones de fomento, clubes, escuelas, etc.)

Como las otras organizaciones surgidas en esta etapa de desarrollo, las bibliotecas representaban intereses comunes y actuaban como formas de integración social. El historiador Luis Alberto Romero ha señalado que "En ese proceso se conformó el núcleo de una nueva identidad de los sectores populares porteños, diferente de aquella trabajadora y contestataria que predominó a principios de siglo y también de esa otra, más definidamente obrera, de la segunda posguerra. Fue popular porque englobó un sector más amplio que el de los estrictamente trabajadores, y porque el trabajo y sus problemas no constituyeren el centro exclusivo ni aun el principal de sus preocupaciones. (...) Son muchos los que por entonces se preocupan por transformar la sociedad, desde el Partido Comunista hasta la Liga Patriótica. Pero en las bibliotecas se encarnó una veta particular de esta preocupación, la de la reforma profunda y posible a la vez, que sigue el análisis y crítica racional de la realidad, y se guía por criterios de justicia social."

Con el tiempo, las bibliotecas comienzan a circunscribirse a lo estrictamente "cultural". En la medida que el objetivo original se fue agotando, se debilitaron también los vínculos de las bibliotecas con la sociedad.

Más recientemente, el uso de internet ha obligado a las bibliotecas populares a reestructurarse y redefinir sus funciones. De acuerdo con un estudio realizado en 2004 por el Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, "existen tres posibles escenarios para que evolucione la relación entre el uso de Internet y los servicios bibliotecarios: en el primero, la biblioteca pública continuará existiendo pero su misión en la sociedad y sus servicios cambiarán. El segundo imagina a Internet complementando a la biblioteca pública, y en un futuro inmediato coexistiendo con ella. En el tercero, Internet ignorará a la biblioteca pública, que entrará en un período de declinación y posible desaparición (Rodger, 2001)."

El grupo de investigación consultó a 64 bibliotecas públicas, de las cuales el 25 % se encuentra en la ciudad de Buenos Aires y el 75 % restante en los alrededores. Sobre la base de estas consultas se supo que 31 bibliotecas tenían acceso a internet, mientras que las otras 34 no tenían conexión. De aquellas que tienen internet, solo el 16 % tienen sitio web. En este sentido, es sabido que el acceso a internet en una biblioteca no solo mejora las condiciones operativas de trabajo de los bibliotecarios, sino que brinda más y mejores recursos a los lectores.

La utilización de internet no es el único factor que desde hace tiempo está contribuyendo a cambiar la estructura y el funcionamiento de las bibliotecas. El cambio en los hábitos de lectura que se produjo en las últimas décadas es un hecho que debería conducir a revisar la dinámica tradicional de las bibliotecas.

Las salas de lectura han dejado de ser un espacio de lectura propiamente dicho y se han convertido, para la enorme mayoría del público, en lugar de tránsito. Comúnmente, en la sala de lectura se hace una revisión sucinta del material que se consulta, pero la lectura tiene lugar en otros espacios, fuera de la biblioteca.

Sin embargo, las bibliotecas podrían desarrollar estrategias para propiciar un espacio de lectura diferente. No para que la biblioteca funcione como un local de comidas rápidas, sino precisamente para que no termine funcionando así.

En una sociedad atomizada, donde el otro suele ser un desconocido y, precisamente por ello, un enemigo o alguien desdeñable, las bibliotecas populares pueden refundarse sobre la idea de integración social que les dio origen.

William Blake, "Una visión memorable".

William Blake nació en Londres en 1757 y murió en la misma ciudad en 1827. Jaime Rest ha señalado que en Blake convergen la imaginación espontánea del siglo XVIII y la innovación romántica. Jorge Luis Borges escribió en un prólogo: “(...) Cristo enseñó que el hombre se salva por la fe y por la ética; Swedenborg agregó la inteligencia; Blake nos impone tres caminos de salvación: el moral, el intelectual y el estético. Afirmó que el tercero había sido el predicado por Cristo, ya que cada parábola es un poema. (...) La belleza para Blake corresponde al instante en que se encuentran el lector y la obra y es una suerte de unión mística. (...)”
 
   
Una visión memorable 

Blake, William, “Las bodas del cielo y el infierno”, Poesía completa, Bs. As., Hyspamérica, Biblioteca personal Jorge Luis Borges, 1986. Traducción de Pablo Mañe.


   Estaba yo en una imprenta del infierno cuando vi el modo mediante el cual se transmite el conocimiento de generación en generación.
   En la primera cámara se hallaba un hombre dragón. Limpiaba la basura acumulada ante la entrada de una caverna. Dentro, cierto número de dragones excavaban la gruta.
   En la segunda cámara había una víbora. Envolvía la roca y la caverna y otras la engalanaban con oro, plata y piedras preciosas.
   En la tercera se veía un águila con alas y plumas de aire. Por su causa, el interior de la cueva era infinito. En su torno, muchas águilas semejantes a hombres, construían palacios en los inmensos acantilados.
   En la cuarta cámara se percibían leones de llameante fuego que, muy airados, transformaban a los metales en fluidos vivos.
   En la quinta, unas formas innominadas lanzaban los metales al espacio.
   Allí las percibían los hombres que ocupaban la sexta cámara, asumían forma de libros y eran dispuestos en bibliotecas.
  Los gigantes que dieron a este mundo su existencia sensorial y que ahora parecen vivir encadenados en él son en realidad las causas de su vida y las fuentes de toda actividad; pero las cadenas son la astucia de las mentes astutas y mansas con poderes para resistir la energía, de acuerdo con el proverbio que dice: el débil de coraje es fuerte en la artimaña.
   De este modo, parte del ser es lo prolífico y la otra lo que devora. Al devorador le parece que el productor está encadenado. Sin embargo no es así: éste sólo toma porciones de existencia y se imagina que toma el todo.
  Pero el prolífico dejaría de serlo si el devorador, como mar, recibiera el exceso de sus delicias.
   Algunos se preguntarán: ¿no será Dios solamente el prolífico? Respondo que Dios sólo actúa y es en los seres existentes o los hombres.
   Estas dos clases de hombres están siempre en la tierra y tendrían que ser enemigos.
  Quienquiera que procure reconciliarlos buscará destruir la existencia.
  La religión es un esfuerzo de reconciliar a ambos.
   
Nota: ¡Jesucristo no quería unirlos, sino separarlos, como se prueba en la parábola de las ovejas y las cabras! Dijo: no he venido a traer la paz, sino una espada. (1)
   
El Mesías, o Satanás o el Tentador se consideraban antes alguno de los antediluvianos que son nuestras energías.
  
(1) Evangelio según San Mateo.
  

lunes, 14 de septiembre de 2009

Brasaï

Gyula Halàz (1899, Brasso, Hungría – 1984, París) 


“La noche sugiere, no enseña. La noche nos encuentra y nos sorprende por su extrañeza; ella libera en nosotros las fuerzas que, durante el día, son dominadas por la razón...”




domingo, 13 de septiembre de 2009

Virginia Woolf, "La hermana de Shakespeare".




La hermana de Shakespeare *

Woolf, Virginia, Un cuarto propio, Buenos Aires, Ediciones Sur, 1980. Traducción de Jorge Luis Borges. 

“(...) Hubiera sido imposible, completa y enteramente imposible, que una mujer compusiera las piezas de Shakespeare en el tiempo de Shakespeare. Imaginemos, ya que los hechos son tan difíciles de atrapar, qué hubiera sucedido si Shakespeare hubiera tenido una hermana, maravillosamente dotada, llamada Judith, supongamos. Shakespeare iba, es muy probable –su madre era una heredera-, a un liceo, donde aprendería latín –Ovidio, Virgilio y Horacio- y los elementos de la gramática y la lógica. Era, quien no lo sabe, un muchacho travieso que robaba conejos, tal vez mató un ciervo, y tuvo, antes de lo debido, que casarse con una mujer de la vecindad, que le dio un hijo, también antes de lo debido. Esa aventura lo llevó a Londres a buscar fortuna. Tenía, parece, inclinación por el teatro; empezó cuidando caballos en la puerta.

Pronto consiguió trabajo en el teatro, tuvo éxito como actor, y vivió en el centro del universo, frecuentando a todo el mundo, conociendo a todo el mundo, ejerciendo su arte en las tablas, ejercitando su agudeza en las calles, y haciéndose admitir hasta en el palacio real. Mientras tanto, su bien dotada hermana, supongamos, se quedaba en casa. Era tan audaz, tan imaginativa, tan impaciente de ver el mundo como él. Pero no la mandaron a la escuela. No tuvo oportunidad de aprender gramática y lógica, menos aún de leer a Virgilio y Horacio. Hojeaba de vez en cuando un libro, uno de su hermano, quizá, y leía unas cuantas páginas. Pero entonces, venían los padres y le decían que fuera a zurcir las medias o atendiera el guiso y no malgastara su tiempo con libros y papeles. Le hablaría claro pero bondadosamente, porque eran personas de peso que sabían las condiciones de vida propias de una mujer y querían a su hija. En verdad, lo más verosímil es que la adorara su padre.

Quizá garabateó algunas páginas a escondidas, en el desván de las manzanas, pero tuvo buen cuidado de esconderlas o prenderles fuego. Sin embargo, antes de los veinte años, decidieron comprometerla con el hijo de un vecino clasificador de lana. Dijo a gritos que odiaba el matrimonio, y su padre la azotó severamente. Entonces dejó de reírla. Le rogó que no lo disgustara y no lo avergonzara en aquel asunto del casamiento. Le daría un collar de cuentas y una linda enagua, le dijo; y tenía lágrimas en los ojos. ¿Cómo desobedecerlo? ¿Cómo partirle el corazón? La fuerza de su vocación la impulsó. Hizo un atadito de sus cosas, se deslizó una noche de verano por una cuerda y tomó el camino de Londres. No había cumplido aún diecisiete años. Los pájaros que cantaban en los cercos eran más musicales. Tenía la más pronta imaginación, un don como su hermano para la música de las palabras. Como él, tenía inclinación por el teatro. Se paró en la puerta del teatro; dijo que quería representar. Los hombres se le rieron en la cara. El empresario –un hombre gordo de labio caído- soltó la carcajada. Rezongó algo sobre perros bailando y mujeres representando –no ha mujer, dijo, que pueda ser actriz. –Insinuó- lo que ustedes imaginan. Ella no tenía dónde aprender. ¿Podía acaso buscar su comida en una taberna o rondar las calles a medianoche?

Sin embargo, su inclinación era novelística y quería alimentarse infinitamente de vidas de hombre y de mujeres y del estudio de sus modos de ser. Al fin –porque era muy joven, muy parecida de rostro a Shakespeare el poeta, con los mismos ojos grises y las cejas arqueadas- al fin Nick Greene el empresario se apiadó de ella; un buen día, se encontró encinta y entonces -¿quién medirá el calor y la violencia de un corazón de poeta, arraigado y envuelto en el cuerpo de una mujer?- se mató una noche de invierno y tace enterrada en alguna encrucijada donde ahora se detienen los ómnibus frente al Elefante y la Torre.

Así, más o menos, hubiera sido la historia, me parece, si una mujer en tiempo de Shakespeare, hubiera tenido el genio de Shakespeare. Porque el genio de Shakespeare no nace de gente de trabajo, ineducada y servil. (...)”

* El subtitulado es nuestro.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Dos poemas de Hermann Hesse




Hesse, Hermannn, Antología poética, Buenos Aires, Ediciones Librerías Fausto, 1974. Traducción de Rodolfo E. Modern.


Crujido de una rama quebrada
  
Rama en astillas quebrada,
colgando año tras año,
seca cruje su canción al viento,sin hojas, sin corteza,
raída, amarillenta, para una larga vida,
para una larga muerte fatigada.
Duro suena y tenaz su canto,
suena obstinado, suena secretamente amedrentado
todavía un verano, todavía un invierno más.
  
Un joven novicio en un monasterio Zen (II)

Aunque todo sea mentira e ilusión
y siempre innombrable la verdad,
con todo la montaña me contempla
recortada y perceptible con justeza.

Ciervo y cuervo, rosa encarnada,
mar azul y mundo tan variado:
concéntrate, y él se deshace
en lo informe y en lo anónimo.

Concéntrate y recógete,
¡aprende a ver, aprende a leer!
Concéntrate, y el mundo en apariencia se convierte.
Concéntrate, y la apariencia en esencia se convierte.
  

  

miércoles, 2 de septiembre de 2009

"La sombra china de Jacques Lacan"

El ensayista y semiólogo François Cheng introdujo la poesía y la filosofía orientales en el ideario lacaniano. Dos de sus libros, que ahora se consiguen en Buenos Aires, influyeron en las teorías del brillante y controvertido seguidor de Freíd.

Luis Gruss / La Nación

Su nombre no suena con demasiada frecuencia por aquí. Quizás ahora un poco más, con la reciente llegada a las librerías porteñas de dos de sus libros fundamentales: Vacío y plenitud (Ediciones Siruela) yLa escritura poética china (Pre-textos). François Cheng (nacido en Pekín en 1929 y luego nacionalizado en Francia, país adonde se trasladó en 1948) es, sin embargo, el más reconocido experto en el conocimiento y difusión de la espiritualidad de Oriente. Sus reflexiones fueron fundamentales, entre otros, para su admirador y amigo Jacques Lacan, cuyas investigaciones en torno al valor del significante confluyeron naturalmente con la teoría de palabras llenas y palabras vacías o muertas que Cheng elaboró al analizar la escritura poética china. El sueño tiene la estructura de una frase, decía Lacan en su estilo enigmático que armonizaba con el de Cheng cuando éste comentaba aspectos de la escritura poética china: el ritmo desempeña una función primordial, ya que indica la forma en que se agrupan las palabras y permite decidir cuál es su verdadero sentido.

Filólogo, poeta, ensayista, calígrafo, traductor, novelista y semiólogo, Cheng ha sido un estrecho colaborador de Lacan. El psicoanalista francés lo presentó en uno de sus célebres seminarios (abril de 1977) con su ironía habitual: "François Cheng, que en verdad se llama Cheng-Tai-Tchen, se ha puesto François con el objeto de reabsorberse en nuestra cultura, aunque esto no le ha impedido mantenerse muy firme en lo que hace, un trabajo de gran utilidad para los que aquí se consideran analistas".

La zambullida china de Lacan nada tuvo que ver con el exotismo que a veces provoca en Occidente aquel mundo lejano de ikebana, té verde, dragones y flores de loto. Lacan vio una clave de sus teorías en los estilizados ideogramas chinos. La forma genera sentidos inesperados. La forma, debe subrayarse una vez más, arrastra por añadidura el contenido y no al revés, como antes se creía. La poesía china es eminentemente metafórica. Sólo así puede concebirse (por ejemplo) que la unión nube/lluvia aluda por elevación al acto sexual; el jade, a la mujer de bellas formas o que la luna llena señale un reencuentro de amantes. Según el imaginario chino estudiado por Cheng, la montaña pertenece al yang y la nube al yin. En ese caso la montaña designa al hombre y la nube (inalcanzable), a la mujer. Las voces que emanan de ellos, entonces, son: "Viajo pero, como la montaña permanezco contigo" y "Estoy aquí pero, como la nube, mi pensamiento viaja contigo". Esto, aunque resulte arduo de asimilar para el lector occidental, está resumido en un dístico de Wang Wei, destacada figura poética junto a Li Tai Po durante el reinado de la floreciente dinastía Tang.

El lago se vuelve sobre un instante
La verde montaña rodea la nube blanca

Lacan leyó con atención a los poetas chinos y en ellos, de la mano de Cheng, observó que los ideogramas generan sentido en los versos. Algo análogo sucede en el diván del analista. Simples sonidos evocan situaciones más complejas que trascienden ampliamente las palabras pronunciadas. En su libro La escritura poética china , Cheng cita el "sencillo" ejemplo de un ideograma que, por sus componentes gráficos, suscita una imagen poética. En China la expresión po-gua (literalmente, "melón partido") designa los dieciséis años de una joven deseable y casadera. A partir de una imagen gráfica se llega, al final de la cadena significante, a la idea erótica de carne tierna (melón) y fresca, mordedura sensual, etcétera. La partición del melón podría ser interpretada como pérdida de la virginidad. Este raro juego de espejos se entendería mejor, claro, si se viera el dibujo partido del ideograma correspondiente.

En su Seminario 24, Lacan les dice a sus alumnos: "Yo quisiera llamar la atención sobre algo: el psicoanalista depende de la lectura que hace de lo que dice el paciente. Y lo que escucha no puede ser tomado al pie de la letra [ ]. ¿La verdad despierta o adormece? Me gustaría que antes de responder leyeran a François Cheng, ya que con la ayuda de lo que se llama escritura poética ustedes pueden tener la dimensión de lo que podría ser la interpretación analítica".

Eran habituales las caminatas y conversaciones entre Lacan y Cheng, quien no casualmente dedica su libro Vacío y plenitud "al maestro Jacques Lacan", cortesía que el psicoanalista francés solía devolver en el mismo tono. Leyendo poemas chinos de la Antigüedad o analizando pinturas donde las áreas en blanco eran muy evidentes, los dos pensadores concibieron la noción de vacío no como algo vago e inexistente sino como un elemento dinámico y activo.

El vacío pasa a ser un signo; es origen y elemento central en el surgimiento de " las diez mil cosas" del mundo. La pincelada del calígrafo o del artista acaba diciendo mucho más de lo que se había propuesto, tal como sucede con el paciente en el consultorio. Lo dicho se traduce en un malentendido eterno. ¿Por qué? Porque una palabra no revela claramente su sentido (por ejemplo, la voz china dao o tao no refiere sólo al camino aludido). Más bien conduce a otras voces en una cadena lingüística así como un sentido conduce a otros. Siempre decimos más de lo que nos proponemos. Esto último se produce mediante los conocidos mecanismos inconscientes de desplazamiento (desvío) y condensación. La digresión es el recurso preferido en estos casos. Sólo hay algo nuevo en el significado cuando hay algo también nuevo en el significante. El sujeto que habla no es amo y señor de lo que dice. En los hechos, termina diciendo más de lo que quiere. Termina expresando (siempre) otra cosa. Desde el análisis lacaniano se afirma que hay que entender al paciente más allá de lo que dice. En cuanto se quiere afirmar algo, se producen incidentes inevitables: de ahí la confusión y la imposibilidad del diálogo como absoluto lazo de unión. Cada uno de nosotros es hablado por la lengua. Por eso, en principio conviene que no nos tomemos a pecho ni a nosotros ni a los demás. El oficio propio del analista es escuchar al paciente casi como si hablara a través de ideogramas chinos: diciendo mucho más allá de lo que dice. Interpretar es escuchar al sujeto no en lo que él cree pronunciar sino en el deseo que fluye a través del significante que por algún motivo eligió.

En función de estos razonamientos, Cheng se detuvo especialmente en los poemas de Li Bo (o Li Tai Po) y otras tantas obras maestras que, como se ha dicho, iluminaron el cielo del arte bajo el imperio de los Tang, durante los siglos VII y IX de nuestra era. Entre varios centenares de poemas, Cheng eligió para su análisis -realizado al unísono con Lacan- una conocida cuarteta ("Escalinata de jade") que podría traducirse así:

Del umbral de la escalinata de jade 
Brota un rocío blanco
La larga noche penetra en las medias de seda
Dejando caer la cortina de cristal
Contemplada al trasluz por la luna de otoño.

El tema abordado es la noche de espera de una mujer ante la puerta de su casa vacía. La espera es inútil porque su amante no llegará. Desilusionada y con frío, la mujer se retira a su cuarto. Allí baja la celosía de cristal y se queda un rato más, confiándole su pena y su deseo a la luna, cercana y lejana a la vez. Li Bo invita al lector a vivir los sentimientos del personaje desde dentro. Pero sólo entenderá mejor la idea que sobrevuela allí el lector familiarizado con el valor simbólico de los significantes chinos:

Escalinata de jade: piel lisa y suave de una mujer. Rocío blanco: noche fresca, hora solitaria, lágrimas. Y tiene un matiz erótico. Media de seda: cuerpo de mujer. Celosía de cristal: interior del gineceo. Luna de otoño: presencia lejana y deseo de reencuentro.

Con esta secuencia de imágenes -dice Cheng-, el poeta crea un mundo coherente y misterioso. Las cosas parecen derivar unas de otras de manera inexorable. Por intermedio de los signos, la luna adquiere su estatus de símbolo primordial de los poetas chinos clásicos, artistas de una sensibilidad nocturna que revela el secreto de una noche de mito y comunión. El amor (que Lacan ha definido como dar lo que no se tiene a quien no es) se conecta con la idea del vacío esencial, es decir, fuente permanente del deseo aunque no excluya -en esa búsqueda infinita- el dolor y la melancolía que inevitablemente nacen de la ausencia.