miércoles, 24 de abril de 2019

Jorge Luis Borges / El inmortal


El inmortal
Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence, that all novelty is but oblivion
                       Francis BaconEssayslviii

         En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Iliada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Ilíada halló este manuscrito.
         El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

I
          Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
          Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venia del oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está del otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Páctalo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
          Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano; en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Deje el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.

II
         Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrazaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
          La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: Los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...
          No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de carne de serpiente.
          La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idólatras en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.
          He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
          En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
          Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras; la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
          No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.

III
         Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordaran que un hombre de la tribu me siguió como un perro podía seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperándome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
          La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea. Y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
          Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche: bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lágrimas. Argos, le grité, Argos.
          Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
          Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabia de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
          Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.

IV
         Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo renombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos hacía que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
          Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendemos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
          Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente; pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
          El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la más honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
          Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
          La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los lnmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegiaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.

V
         Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1038 estuve en Kolozsvar y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí e1 origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea [1]. Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo; cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer.
          ...He revisado, al cabo de un año, estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí de los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
          La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: «En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece las aventuras de Simbad, de otro Ulises y descubra a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos [2].
          Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

         Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien páginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de “la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus”. Denuncia, en el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
         A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; solo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.

A Cecilia Ingenieros

domingo, 7 de abril de 2019

Roland Barthes: ¿Por qué durar es mejor que arder?


Barthes, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso (1977), Buenos Aires, Siglo XXI, 2010. 

Lo intratable

Afirmación: Contra viento y marea, el sujeto afirma el amor como valor.

1. A despecho de las dificultades de mi historia, a pesar de las desazones, de las dudas, de las desesperaciones, a pesar de las ganas de salir de ella, no ceso de afirmar en mí mismo el amor como un valor. Todos los argumentos que los sistemas más diversos emplean para desmitificar, limitar, desdibujar, en suma depreciar el amor, yo los escucho, pero me obstino: «Lo sé perfectamente, pero a pesar de todo…». Remito las devaluaciones del amor a una suerte de moral oscurantista, a un realismo-farsa, contra los cuales levanto lo real del valor: opongo a todo «lo que no va» en el amor, la afirmación de lo que en él vale. Esta testarudez es la protesta de amor: bajo el coro de las «buenas razones» para amar de otro modo, para amar mejor, para amar sin estar enamorado, etc., se hace oír una voz terca que dura un poco más de tiempo: la voz de lo Intratable amoroso. El mundo somete toda empresa a una alternativa: la del éxito o el fracaso, la de la victoria o la derrota. Protesto desde otra lógica: soy a la vez y contradictoriamente feliz e infeliz: «triunfar» o «fracasar» no tienen para mí más que sentidos contingentes, pasajeros (lo que no impide que mis penas y mis deseos sean violentos); lo que me anima, sorda y obstinadamente, no es táctico: acepto y afirmo, desde fuera de lo verdadero y de lo falso, desde fuera de lo exitoso y de lo fracasado; estoy exento de toda finalidad, vivo de acuerdo con el azar (lo prueba que las figuras de mi discurso me vienen como golpes de dados). Enfrentado a la aventura (lo que me ocurre), no salgo de ella ni vencedor ni vencido: soy trágico. (Se me dice: ese tipo de amor no es viable. Pero ¿cómo evaluar la viabilidad? ¿Por qué lo que es viable es un Bien? ¿Por qué durar es mejor que arder?). 

sábado, 23 de marzo de 2019

Contra-pedagogías de la crueldad


Segato, Rita, Contra-pedagogías de la crueldad, Buenos Aires, Prometeo, 2018.

El libro reúne cuatro conferencias enlazadas por diferentes temas sobre los que Rita Segatto ha trabajado durante muchos años. Encontraremos cruces entre género, raza y cultura desde una perspectiva decolonial. En todo momento, el texto conserva la frescura de la oralidad, de un diálogo consigo misma y con el otro, de una conversación en la que las preguntas son siempre más importantes que las respuestas. Como lo sugiere el título, en estas conferencias hay una preocupación central por la educación, por los significados de la educación. Rita define de este modo a las pedagogías de la crueldad:“Cuando hablo de una pedagogía de la crueldad me refiero a algo muy preciso, como es la captura de algo que fluía errante e imprevisible, como es la vida, para instalar allí la inercia y la esterilidad de la cosa, mensurable, vendible, comprable y obsolescente, como conviene al consumo en esta fase apocalíptica del capital.” La última conferencia, en una reflexión como profesora, apunta lo que podría entenderse como una declaración de principios acerca de qué es enseñar: “No tenemos que enseñar a aprender; tenemos que enseñar a pensar.”

viernes, 15 de marzo de 2019

Marguerite Yourcenar / Memorias de Adriano


Yourcenar, Marguerite, Memorias de Adriano (1955), Buenos Aires, Sudamericana, 1982.

"No desprecio a los hombres. Si así fuera no tendría ningún derecho, ninguna razón para tratar de gobernarlos. Los sé vanos, ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer, incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir. Lo sé: soy como ellos, al menos por momentos, o hubiera podido serlo. Entre el prójimo y yo las diferencias que percibo son demasiado desdeñables como para que cuenten en la suma final. Me esfuerzo pues para que mi actitud esté tan lejos de la fría superioridad del filósofo como de la arrogancia del César. Los hombres más opacos emiten algún resplandor: este asesino toca bien la flauta, ese contramaestre que desgarra a latigazos la espalda de los esclavos es quizá un buen hijo; ese idiota compartiría conmigo su último mendrugo. Y pocos hay que no puedan enseñarnos alguna cosa. Nuestro gran error está en tratar de obtener de cada uno en particular las virtudes que no posee, descuidando cultivar aquellas que posee."

sábado, 9 de marzo de 2019

Byung-Chul Han: Diversidad


Byung-Chul Han, La expulsión de lo distinto (2016), Buenos Aires, Herder, 2018.

"La diversidad solo permite diferencias que estén en conformidad con el sistema. Representa una alteridad que se ha hecho consumible. Al mismo tiempo, hace que prosiga lo igual con más eficiencia que la uniformidad, pues, a causa de una pluralidad aparente y superficial, no se advierte la violencia sistemática de lo igual. La pluralidad y la elección fingen una alteridad que en realidad no existe."

sábado, 2 de marzo de 2019

Carlos Skliar: Convivir


Cuando se habla de convivencia, en educación, se habla de una noción que tiene algo de pacto, de zona neutral en la que todos podemos vivir en paz. Pero, ¿es posible excluir la conflictividad de ese pacífico territorio neutral? ¿Puede haber convivencia sin conflicto? Carlos Skliar analiza esta dimensión conflictiva de la convivencia humana en un texto cuya referencia inmediata es la educación.

Skliar, Carlos, Diez escenas educativas para narrar lo pedagógico entre lo filosófico y lo literario, Plumilla Educativa, ISSN-e1657-4672, Vol. 8, Nº. 2, págs. 11-22.


Sexta escena: ESTAR-JUNTOS

La pregunta sobre la convivencia se ha vuelto una cuestión que remite demasiado al lenguaje formal, a la suma y/o a la resta de cuerpos presentes; pero mucho menos a la contingencia de la existencia misma, de toda y cualquier existencia. Aquí estaría la señal, entonces, de por qué la convivencia no puede ser apenas entendida como una negociación comunicativa, como una presencia literal, física, material de dos o más sujetos específicos puestos a ‘dialogar’ y, entonces, a ‘converger’ y ‘consensuar’ irremediablemente.

La palabra convivencia sugiere un primer acto de diferenciación: aquello que se distingue entre los seres y que es, sin rodeos, lo que provoca contrariedad. Si no hubiera contrariedad no habría pregunta por la convivencia. Y la convivencia es ‘convivencia’ porque en todo caso hay -inicial y definitivamente- perturbación, intranquilidad, conflictividad, turbulencia, diferencia, afección y alteridad. Hay convivencia porque hay una afección que supone, al mismo tiempo, el hecho de ser afectado y el de afectar; porque convivir, estar en común, estar juntos, estar entre varios, como lo expresa Jean-Luc Nancy: “Es ser tocado y es tocar. El “contacto” –la contigüidad, la fricción, el encuentro y la colisión- es la modalidad fundamental del afecto”.1

Ese estar juntos, ese contacto de afección no es un vínculo de continuidad, no es reflejo de una comunicación eficaz sino, sobre todo, un embate de lo inesperado sobre lo esperado, de la fricción sobre la quietud, la existencia del otro en la presencia del uno.

Sin embargo buena parte de los discursos acerca de la convivencia como inclusión –sobre todo aquellos que pretenden capturar todas las configuraciones posibles de la relación entre nosotros y ellos, o entre lo uno y lo otro, lo mismo y lo diferente- afirman el convivir, sí, pero a condición de que no se perpetúen las embestidas y que el contacto se mantenga a una distancia prudencial, matizada por palabras de orden tales como tolerancia o aceptación o reconocimiento del otro, quizá porque allí no hay relación, sino un exceso de lejanía o indiferencia.

Ahora bien: esa distancia que se asume como distancia de altura o distancia de jerarquía es imposible, porque, como continúa diciendo Jean-Luc Nancy: “(…) lo que el tocar toca es el límite: el límite del otro –del otro cuerpo, dado que el otro es el otro cuerpo, es decir lo impenetrable (…) Toda la cuestión del co- estar reside en la relación con el límite: ¿cómo tocarlo y ser tocado sin violarlo? (…) Arrasar o aniquilar a los otros –y sin embargo, al mismo tiempo, querer mantenerlos como otros, pues también presentimos lo horroroso de la soledad”.2

1 Jean-Luc Nancy. La comunidad enfrentada, Buenos Aires: ediciones La Cebra, 2007, pág. 51.

2 Ibídem, págs. 51-52. 

viernes, 22 de febrero de 2019

Jorge Larrosa: Un gesto de interrupción


"La experiencia, la posibilidad de que algo nos pase, o nos acontezca, o nos llegue, requiere un gesto de interrupción, un gesto que es casi imposible en los tiempos que corren: requiere pararse a pensar, pararse a mirar, pararse a escuchar, pensar más despacio, mirar más despacio y escuchar más despacio, pararse sentir, sentir más despacio, demorarse en los detalles, suspender la opinión, suspender el juicio, suspender la voluntad, suspender el automatismo de la acción, cultivar la atención y la delicadeza, abrir los ojos y los oídos, charlar sobre lo que nos pasa, aprender la lentitud, escuchar a los demás, cultivar el arte del encuentro, callar mucho, tener paciencia, darse tiempo y espacio."

Larrosa, Jorge, Experiencia y pasión, Entre las lenguas. Lenguaje y educación después de Babel (2002), Barcelona, Laertes, 2003.

sábado, 16 de febrero de 2019

Rita Segato: Democracia


"Una democracia que no es pluralista es simplemente una dictadura de la mayoría. Y eso vale para todos. Vale para los fascistas cuando ganan elecciones, y vale también para las izquierdas, que aplican hasta hoy el falaz método heredado de las insurgencias de los 60 y 70 llamado `centralismo democrático´. Ambos expurgan la disidencia y desaniman el debate. Hacer aliados circunstanciales para garantizar la `acumulación de fuerzas´ no significa estimular el debate. Por otro lado, ni la acumulación de fuerzas, ni la toma del Estado sin el trabajo afiligranado de transformación de la sociedad, han llegado jamás a destino, en país alguno, en su propósito de reorientar la historia hacia un futuro de mejor vida para más personas. Es en la sociedad donde se cambia la vida, no en el Estado. Ahora hemos perdido en el Estado y en la sociedad."

Segato, Rita Laura, Limitaciones de los gobiernos de Lula y Dilma, Buenos Aires, Le Monde Diplomatique, noviembre/diciembre de 2018.

martes, 12 de febrero de 2019

Samanta Schweblin / Conservas


Schweblin, Samanta, Pájaros en la boca, Buenos Aires, Emecé, 2009.


Conservas

Pasa una semana, un mes, y vamos haciéndonos la idea de que Teresita se adelantará a nuestros planes. Voy a tener que renunciar a la beca de estudios porque dentro de unos meses ya no va a ser fácil seguir. Quizá no por Teresita, sino por pura angustia, no puedo parar de comer y empiezo a engordar. Manuel me alcanza la comida al sillón, a la cama, al jardín. Todo organizado en la bandeja, limpio en la cocina, abastecido en la alacena, como si la culpa, o qué sé yo qué cosa, lo obligara a cumplir con lo que espero de él. Pero pierde sus energías y no parece muy feliz: regresa tarde a casa, no me hace compañía, le molesta hablar del tema.

Pasa otro mes. Mamá también se resigna, nos compra algunos regalos y nos los entrega –la conozco bien– con algo de tristeza. Dice:

–Este es un cambiador lavable con cierre de velcro… Estos son escarpines de puro algodón… Esta es la toalla con capucha en piqué… –papá mira las cosas que nos van regalando y asiente.

–Ay, no sé… –digo yo, y no sé si me refiero al regalo o a Teresita. La verdad es que no sé –le digo más tarde a mi suegra cuando cae con un juego de sabanitas de colores–, no sé –digo ya sin saber qué decir, y abrazo las sábanas y me largo a llorar.

El tercer mes me siento más triste todavía. Cada vez que me levanto me miro al espejo y me quedo así un rato. Mi cara, mis brazos, todo mi cuerpo, y por sobre todo la panza, están cada vez más hinchados. A veces llamo a Manuel y le pido que se pare a mi lado. A él, en cambio, lo veo más flaco. Además, cada vez me habla menos. Llega del trabajo y se sienta a mirar televisión sosteniéndose la cabeza. No es que ya no me quiera, ni que me quiera menos. Sé que Manuel me adora y sé que –como yo– no tiene nada en contra de nuestra Teresita, qué va a tener. Pero es que había tanto que hacer antes de su llegada.

A veces mamá pide acariciar la panza. Me siento en el sillón y ella con voz suave y cariñosa le dice cosas a Teresita. A la mamá de Manuel, en cambio, se le da por llamar a cada rato para saber cómo estoy, dónde estoy, qué estoy comiendo, cómo me siento, y todo lo que se le pueda ocurrir preguntar.

Tengo insomnio. Paso las noches despierta, en la cama. Miro el techo con las manos sobre la pequeña Teresita. No puedo pensar en nada más. No puedo entender cómo en un mundo en el que ocurren cosas que todavía me parecen maravillosas, como alquilar un coche en un país y devolverlo en otro, descongelar del freezer un pescado fresco que murió hace treinta días, o pagar las cuentas sin moverse de casa, no pueda solucionarse un asunto tan trivial como un pequeño cambio en la organización de los hechos. Es que simplemente no me resigno.

Entonces olvido la guía de la obra social y busco otras alternativas. Hablo con obstetras, con curanderos y hasta con un chamán. Alguien me da el número de una comadrona y hablo con ella por teléfono. Pero cada uno a su manera presenta soluciones conformistas o perversas que nada tienen que ver con lo que busco. Me cuesta hacerme a la idea de recibir a Teresita tan temprano, pero tampoco quiero lastimarla. Y entonces doy con el doctor Weisman.

El consultorio queda en el último piso de un edificio antiguo del centro. No tiene secretaria, ni sala de espera. Sólo un pequeño hall de entrada, y dos habitaciones. Weisman es muy amable, nos hace pasar y nos ofrece café. Durante la conversación se interesa en especial por el tipo de familia que formamos, por nuestros padres, por nuestro matrimonio, por las relaciones particulares entre cada uno de nosotros. Contestamos todo lo que pregunta. Weisman entrecruza los dedos y apoya las manos sobre el escritorio, parece conforme con nuestro perfil. Nos cuenta algunas cosas sobre su trayectoria, el éxito de sus investigaciones y lo que nos puede ofrecer, pero entiende que no necesita convencernos, y pasa a explicarnos el tratamiento. Cada tanto miro a Manuel: escucha con atención, asiente, parece entusiasmado. El plan incluye cambios en la alimentación, en el sueño, ejercicios de respiración, medicamentos. Va a haber que hablar con mamá y papá, y con la madre de Manuel; el papel de ellos también es importante. Anoto todo en mi cuaderno, punto por punto.

–¿Y qué seguridad tenemos con este tratamiento? –pregunto.

–Tenemos lo que necesitamos para que todo salga bien –dice Weisman.

Al día siguiente Manuel se queda en casa. Nos sentamos en la mesa del living, rodeados de grillas y papeles, y empezamos a trabajar. Anotamos lo más fielmente posible cómo se han ido dando las cosas desde el momento en que sospechamos que Teresita se había adelantado. Citamos a nuestros padres y somos claros con ellos: el asunto está decidido, el tratamiento en marcha, y no hay nada que discutir. Papá va a preguntar algo, pero Manuel lo interrumpe:

–Tienen que hacer lo que les decimos –dice. Entiendo lo que siente: tomamos esto en serio y esperamos lo mismo de los demás–, en la hora y al tiempo que corresponda.

Están preocupados y creo que no llegan a entender de qué se trata, pero se comprometen a seguir las instrucciones y cada uno vuelve a su casa con una lista.

Cuando concluyen los primeros diez días las cosas ya están un poco más aceitadas. Tomo mis tres pastillas diarias en horario y respeto cada sesión de “respiración consciente”. La respiración consciente es parte fundamental del tratamiento y es un método de relajación y concentración innovador, descubierto y enseñado por el mismo Weisman. En el jardín, sobre el césped, me centro en el contacto con “el vientre húmedo de la tierra”. Comienzo inhalando una vez y exhalando dos veces. Prolongo los tiempos hasta inspirar durante cinco segundos, y exhalar en ocho. Tras varios días de ejercicio inhalo en diez y exhalo en quince, y entonces paso al segundo nivel de respiración consciente y empiezo a sentir la dirección de mis energías. Weisman dice que eso va a tomarme algo más de tiempo, pero insiste en que el ejercicio está a mi alcance, en que tengo que seguir trabajando. Hay un momento en el que es posible visualizar la velocidad a la que la energía circula en el cuerpo. Se siente como un cosquilleo suave, que comienza por lo general en los labios, en las manos y en los pies. Entonces uno empieza a controlarlo: hay que aminorar el ritmo, lentamente. La meta es detenerlo por completo para, poco a poco, retomar la circulación en sentido contrario.

Manuel no puede ser muy cariñoso conmigo todavía. Tiene que ser fiel a las listas que hicimos y por lo tanto, hasta dentro de un mes y medio, mantenerse alejado, hablar sólo lo necesario y volver tarde a casa algunas noches. Cumple su parte con esmero pero lo conozco, y sé que, secretamente, ya está mejor, y que se muere de ganas de abrazarme y decirme lo mucho que me extraña. Pero así hay que hacer las cosas por ahora; no podemos arriesgarnos a salirnos ni un segundo del guión.

Al mes sigo progresando en la respiración consciente. Ya casi siento que logro detener la energía. Weisman dice que no falta mucho, que apenas hay que esforzarse un poco más. Me aumenta la dosis de las pastillas. Empiezo a notar que la ansiedad disminuye y como un poco menos. Siguiendo el primer punto de su lista, la madre de Manuel hace su mejor esfuerzo y trata de, gradualmente –esto último es importante y se lo subrayamos repetidas veces–, gradualmente, decía, ir haciendo menos llamados a casa y bajar la ansiedad por hablar todo el tiempo sobre Teresita.

El segundo es, quizás, el mes de más cambios. Mi cuerpo ya no está tan hinchado, y para sorpresa y alegría de ambos, la panza empieza a disminuir. Este cambio tan notable alerta un poco a nuestros padres. Quizás es ahora cuando entienden, o intuyen, en qué consiste el tratamiento. La madre de Manuel, sobre todo, parece temer lo peor y, aunque se esfuerza por mantenerse al margen y seguir su lista, siento su miedo y sus dudas y temo que esto afecte el tratamiento.

Duermo mejor a la noche, y ya no me siento tan deprimida. Le cuento a Weisman mis progresos en la respiración consciente. El se entusiasma, parece que estoy a punto de lograr mi energía inversa: tan pero tan cerca que sólo un velo me separa del objetivo.

Empieza el tercer mes, el anteúltimo. Es el mes en el que más protagonismo van a tener nuestros padres; estamos ansiosos por ver que cumplan con su palabra y que todo salga a la perfección, y lo hacen, y lo hacen bien, y estamos agradecidos. La madre de Manuel llega a casa una tarde y reclama las sábanas de colores que había traído para Teresita. Quizá porque había pensado en este detalle durante mucho tiempo, me pide una bolsa para envolver el paquete. Es que así lo traje, dice, con bolsa, así que así se va, y nos guiña un ojo. Después les toca a mis padres. También vienen por sus regalos, los reclaman uno por uno: primero la toalla con capucha en piqué, después los escarpines de puro algodón, por último el cambiador lavable con cierre de velcro. Los envuelvo. Mamá pide acariciar por última vez la panza. Me siento en el sillón, ella se sienta al lado mío, y habla con voz suave y cariñosa. Acaricia la panza y dice: “Esta es mi Teresita, cómo voy a extrañar a mi Teresita”, y yo no digo nada, pero sé que, si hubiera podido, si no hubiera tenido que limitarse a su lista, habría llorado.

Los días del último mes pasan rápido. Manuel ya puede acercarse más y la verdad es que su compañía me hace bien. Nos paramos frente al espejo y nos reímos. La sensación es todo lo contrario a lo que se siente al emprender un viaje. No es la alegría de partir, sino la de quedarse. Es como si al mejor año de tu vida le agregaras un año más, bajo las mismas condiciones. Es la oportunidad de seguir en continuado.
Estoy mucho menos hinchada. Eso alivia mis actividades y me levanta el ánimo. Hago mi última visita a Weisman.

–Se acerca el momento –dice él, y empuja sobre el escritorio, hacia mí, el frasco de conservación. Está helado, y así debe mantenerse, por eso traje la vianda térmica, como Weisman recomendó. Debo guardarlo en la heladera en cuanto llegue. Lo levanto: el agua es transparente pero espesa, como un frasco de almíbar incoloro.

Una mañana, durante una sesión de respiración consciente, logro pasar al último nivel: respiro lentamente, el cuerpo siente la humedad de la tierra y la energía que lo envuelve. Respiro una vez, otra vez, otra vez, y entonces todo se detiene. La energía parece materializarse a mi alrededor y podría precisar el momento exacto en el que, poco a poco, comienza a circular en sentido inverso. Es una sensación purificadora, rejuvenecedora, como si el agua o el aire volviesen por sí mismas al sitio en el que alguna vez estuvieron contenidas.

Entonces llega el día. Está marcado en el almanaque de la heladera, Manuel lo rodeó con un círculo rojo cuando volvimos del consultorio de Weisman por primera vez. No sé cuándo sucederá, estoy preocupada. Manuel está en casa. Estoy recostada en la cama. Lo escucho caminar de un lado a otro, intranquilo. Me toco la panza. Es una panza normal, una panza como la de cualquier mujer, quiero decir que no es una panza de embarazada. Al contrario, Weisman dice que el tratamiento fue muy intenso: estoy un poco anémica, y mucho más flaca que antes de que el asunto de Teresita empezara.

Espero toda la mañana y toda la tarde encerrada en mi cuarto. No quiero comer, ni salir, ni hablar. Manuel se asoma cada tanto y pregunta cómo estoy. Imagino que mamá debe estar trepándose por las paredes, pero saben que no pueden llamar ni pasar a verme.

Ahora hace rato que siento náuseas. El estómago me arde y late cada vez más fuerte, como si fuera a explotar. Tengo que avisarle a Manuel, pero trato de incorporarme y no puedo, no me había dado cuenta de lo mareada que estaba. Tengo que avisarle a Manuel para que llame a Weisman. Logro levantarme, me siento mareada. Me dejo caer al piso y espero un segundo de rodillas. Pienso en la respiración consciente pero mi cabeza ya está en otra cosa. Tengo miedo. Temo que algo pueda salir mal y lastimemos a Teresita. Quizás ella sepa lo que está pasando, quizá todo esto esté muy mal. Manuel entra a la habitación y corre hasta mí.

–Yo sólo quiero dejarlo para más adelante… –le digo–, no quiero que...

Quiero decirle que me deje acá tirada, que no importa, que corra a hablar con Weisman, que todo salió mal. Pero no puedo hablar. Me tiembla el cuerpo, no tengo control sobre él. Manuel se arrodilla junto a mí, me toma de las manos, me habla pero no escucho lo que dice. Siento que voy a vomitar. Me tapo la boca. El parece reaccionar, me deja sola y corre hacia la cocina. No demora más que unos segundos: regresa con el vaso desinfectado y el envase plástico que dice “Dr. Weisman”. Rompe la faja de seguridad del envase, vierte el contenido translúcido en el vaso. Otra vez siento ganas de vomitar, pero no puedo, no quiero: no todavía. Tengo una arcada, y otra, y otra, arcadas cada vez más violentas que empiezan a dejarme sin aire. Por primera vez pienso en la posibilidad de la muerte. Pienso en eso un instante y ya no puedo respirar. Manuel me mira, no sabe qué hacer. Las arcadas se interrumpen y algo se me atora en la garganta. Cierro la boca y tomo a Manuel de la muñeca. Entonces siento algo pequeño, del tamaño de una almendra. Lo acomodo sobre la lengua, es frágil. Sé lo que tengo que hacer pero no puedo hacerlo. Es una sensación inconfundible que guardaré hasta dentro de algunos años. Miro a Manuel, que parece aceptar el tiempo que necesito. Ella nos esperará, pienso. Ella estará bien: hasta el momento indicado. Entonces Manuel me acerca el vaso de conservación, y al fin, suavemente, la escupo.

domingo, 10 de febrero de 2019

La tempestad

"Estamos hechos de misma materia que los sueños y nuestra pequeña vida se encierra en un sueño."  William Shakespeare, La Tempestad.


La lámina se titula "Isla de Ibiza y cabo Formentera- La Tempestad Acto I Escena II" y forma parte de The book of Shakespeare gems: in a series of landscape illustrations of the most interesting localities of Shakespeare's dramas (El libro de las gemas de Shakespeare: en una serie de ilustraciones de los paisajes de las localidades más interesantes de los dramas de Shakespeare), de 1854. La obra puede consultarse aquí.

sábado, 9 de febrero de 2019

Viaje de placer



"Turistas norteamericanos", se piensa al ver este trabajo del artista urbano Bansky. Sin embargo, en un sentido último esa imagen atraviesa diversas geografías y nacionalidades, porque lo que muestra no reconoce fronteras. 

sábado, 2 de febrero de 2019

Judy Dater

La fotografía fue tomada en 1974 en el Parque Nacional de Yösemite, Estados Unidos, por Judy Dater (Hollywood, 1941). En ella pueden verse a la célebre fotógrafa Imogen Cunningham a sus 91 años y a la modelo Twinka Thiebaud. 


domingo, 27 de enero de 2019

Instrucciones para educar

Hernán Diez

Lo mejor es empezar por el principio. Cuando la niña o el niño pueda mantenerse en pie por sí mismo, vistalo con sus mejores ropas y elija un linda mañana de sol para salir a la calle. En casi todos los barrios de la ciudad, verá que a las pocas cuadras de haber salido de su casa encontrará unos edificios en cuyo frente, junto a la puerta de ingreso o un poco más arriba, un breve mástil sostiene con una dignidad estoica la bandera de nuestro país -si vive más allá de la General Paz, es posible que el recorrido se prolongue algunas cuadras-. Antes de tocar el timbre, ensaye una ligera sonrisa, trate de dejar atrás la pesada noche sin sueño junto a la cama de la niña o del niño que ahora alza en brazos, mire hacia la puerta que tiene frente a sí como quien mira hacia el futuro. Es posible que deba tocar el timbre más de una vez. Sin embargo, cuando ingrese al edificio se dará cuenta de que en ese pequeño mundo cualquier dilación es perfectamente justificable.
Una vez adentro, será conducido hasta una oficina que se encuentra del otro lado de un gran patio. Allí, lo recibirán dos sillas o un banco de madera destinado a las personas que esperan ser atendidas y a los penitentes. El tiempo de espera oscila entre los diez y los veinte minutos. Luego de la entrevista, que durará ocho minutos más que el tiempo de espera, lo más probable es que pueda regresar a la tranquilidad de su casa con la entera satisfacción de que en el sitio que acaba de visitar, la niña o el niño que ahora toma de su mano, será educado.

"El reloj", de Robert Doisneau (París,1957)
Este breve texto que nos ha servido como introducción simplifica un proceso que, aun asumiendo las posibles variantes de época y peripecias del sistema educativo, representa el ingreso de una niña o un niño a la escuela. Incluso, podríamos agregar la siguiente línea: “Repita la operación cuantas veces sea necesario hasta obtener el resultado deseado”. El problema es que, en educación, los resultados nunca están a la vista en el corto plazo. Y a nadie se le ocurriría volver a una escuela veinte años después de aquella entrevista inaugural, para decirle a la directora que no estamos demasiado conformes con la labor educativa que ha realizado la escuela a su cargo. ¿Por qué, entonces, las personas le confían la educación de sus niñas y niños a un grupo de docentes del que probablemente sepan muy poco? La respuesta se halla, en parte, en la pregunta: confianza. Esa confianza se dirige de manera directa a las personas que estarán a cargo de la educación de la niña o el niño, pero también se orienta al proyecto educativo de la escuela y, en última instancia, a la educación. Confiar en la educación, implica el deseo de que las nuevas generaciones conserven algunas cosas de este mundo tal como están y que cambien otras. Por supuesto, habrá proyectos educativos institucionales que contemplen unos cambios y no otros, así como también habrá maestros, profesores y distintas autoridades dentro de una escuela que se comprometan de manera muy distinta con ese proyecto: habrá tantas adherencias incondicionales como oposiciones y resistencias -algo que, en principio, sería muy deseable que suceda en las instituciones de las sociedades democráticas-. El proyecto educativo de una escuela hace a su identidad, expresa una serie de valores y principios sostenidos en el tiempo y una idea determinada acerca de la educación. La confianza, entonces, parece orientarse más hacia la idea de educación que expresa el proyecto educativo institucional que a la educación en sí. Sin embargo, aunque podrá optarse por una idea de educación o por otra, por un proyecto u otro, y hasta se podrá elegir desescolarizar a las niñas y niños, renunciando así a todo proyecto educativo escolar, ninguna de estas opciones contempla la posibilidad de no educar. La pregunta que nos interesa es: ¿cómo hacerlo? La escuela pública actual fue la respuesta que las sociedades industriales de mediados del siglo XIX se dieron a esta pregunta. En ese contexto, la escuela pública fue creada para ser masiva. Que los niños de la calle y los hijos de familias obreras pudieran acceder a la educación fue algo revolucionario. Maarten Simons y Jan Masschelein (2014), sostienen que ese ideario fundacional de la escuela pública aún tiene vigencia en sociedades como las nuestras. Pero, por escuela pública no deberíamos entender educación pública. El libro de Simons y Masschelein asume que la escuela pública que conocemos desde el siglo XIX es la única educación pública posible, cuando esa escuela pública fue, en rigor, la respuesta de una época determinada al problema de cómo establecer una educación pública.
Antes de las elecciones de 2015, en plena campaña, las plataformas políticas de todos los partidos proponían, en el obligado renglón dedicado a la educación, la doble jornada en todas las escuelas. Nada hace pensar que la curiosa coincidencia se deba a cuestiones de índole educativa, sino más bien a una necesidad social de otro orden. La escuela pública, como se ha dicho, no es la educación pública. Por eso, se espera que la escuela pública cumpla funciones sociales que exceden por completo lo educativo.
Nuestra sociedad está fuertemente segmentada en estratos económicos y culturales que configuran un mosaico irregular a lo largo del país. Esta estratificación se ha profundizado en los últimos años y todas las instituciones sociales se han visto afectadas por ello. En este sentido, una cuestión que quizá merezca ser discutida es si esta estratificación y el consecuente deterioro social que supone, más que una consecuencia de las políticas neoliberales, es su condición de posibilidad.
Situados en este contexto social, es evidente que una escuela pública del barrio de Urquiza, en la ciudad de Buenos Aires, no presenta las mismas dificultades que una escuela pública de Purmamarca, en la provincia de Jujuy. Ni siquiera es necesario recorrer tantos kilómetros para hacer este descubrimiento. La estratificación social a la que se hacía referencia hace un momento se dispone en el territorio nacional de acuerdo con un esquema de centro-periferia. A grandes rasgos, podemos observar que la mayor concentración poblacional se encuentra en los grandes centros urbanos que, al mismo tiempo, reúnen la mayor cantidad de recursos económicos y culturales. No obstante, este esquema relacional se replica hacia el interior de las regiones centrales y periféricas. Así, en la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, que es el mayor centro urbano del país, podemos ubicar regiones centrales y periféricas.
Según un estudio publicado en marzo de 2018 por la Universidad Pedagógica Nacional (unipe), el 40% de los chicos del norte de la ciudad de Buenos Aires dijo que va a la escuela para aprender, mientras que el 90% de los chicos del sur de la ciudad afirma que lo hace por obligación. Estos datos corresponden a escuelas de educación media de zona norte (Belgrano, Palermo) y zona sur (Mataderos, Lugano).
Cuando nos preguntamos cómo educar, cuando nuestra sociedad se pregunta cómo educar, lo hace dentro de este marco. Y es también dentro de este marco que se debería pensar en las limitaciones y potencialidades de la escuela pública como una de las posibles herramientas de la educación, que no es la única y menos aún la definitiva.    

1. Simons, Maarten  y Masschelein, Jan, Defensa de la escuela. Una cuestión pública, Buenos Aires, Miño Dávila, 2014.

2. Duarte, Daniel, ¿Para qué sirve ir a la escuela?, Le Monde Diplomatique, Bs. As., marzo de 2018.